La caída del principio de neutralidad de la red en Estados Unidos
Por: Edison Lanza
El funcionamiento de Internet es una de esas pocas cosas que la humanidad mantenía como esperanza en común. En poco más de 20 años se hizo evidente la expansión del conocimiento y de las libertades de información que impulsó la red, la potencialidad que ofrece para la educación y la medicina, el impacto político y social de las redes sociales, la revolución para el comercio, la cultura, el entretenimiento y la innovación. Obviamente, todo cambio de esta naturaleza también entraña riesgos: al ritmo de la expansión de Internet también surgieron desafíos como la diseminación del discurso que incita a la violencia o a la guerra por odio y discriminación, los riesgos para la privacidad que implica la vigilancia digital, el desafío de brindar acceso a la red a toda la humanidad, la difusión de noticias falsas y el creciente papel de las plataformas en la circulación de la información. Con todo, los beneficios e impactos positivos de Internet parecían justificar el optimismo con respecto a la revolución digital.
Pero el fin de la historia, ya se sabe, no está a la vuelta de la esquina. El 14 de diciembre de 2017 la administración de Donald Trump dio un paso que tiene el potencial de cambiar la naturaleza de la red como fuerza democratizadora y descentralizada, al derogar la regla que garantizaba la “neutralidad de la red” (net neutrality) a nivel del gobierno federal. Esta norma había sido aprobada por la Federal Communications Commission (Fcc) durante la administración de Barack Obama, y consideraba a Internet como un servicio público, con el objeto de garantizar a todos los ciudadanos igual acceso a los contenidos que circulan por la red e impedir la discriminación de los paquetes de datos en función de factores como dispositivos, contenido, autor, origen y/o destino del material, servicio o aplicación.
Esa regla había otorgado a la Fcc la autoridad para hacer cumplir la neutralidad de la red y, en términos de la regulación, impedía a los proveedores de servicios de Internet (Isp, por sus siglas en inglés) manipular el flujo en la red a través de cualquiera de las siguientes tres formas: 1) bloquear cualquier contenido o paquete de datos; 2) discriminar el contenido basado en su origen, el dispositivo conectado a la red o el destinatario, y 3) privilegiar en su carretera un servicio sobre los demás, creando líneas más rápidas para unas aplicaciones respecto de otras.
Hay que decir que la decisión de la administración de Obama había llegado luego de más de una década de disputa jurídica y lobby de las compañías que prestan servicios de cable y telefonía, que procuraban mantener a Internet como un servicio de información, lo que permite a los operadores discriminar servicios y contenidos en función de las tarifas.
Una vez instalada la nueva mayoría republicana en la Fcc comenzó un proceso para revertir esta regla, basado en la ya conocida doctrina de que las fuerzas del mercado una vez liberadas –sin regulación alguna– ofrecerán mejores condiciones de acceso a Internet. Luego de un proceso de consulta pública –en el que centenares de académicos, expertos, organizaciones y empresas se pronunciaron en contra–, la nueva mayoría en el organismo (tres a dos) derogó la regulación que aplicaba a los Isp.
De acuerdo con la nueva decisión, Internet ya no es un servicio público, sino uno de información, como cualquier otro. Los Isp deben informar qué tipo de manejo hacen de la red –únicamente tendrán obligaciones de transparencia– y quedan sometidos a las leyes antimonopolio de tipo comercial que regula otra agencia (la Comisión de Comercio). El cambio también incluyó la peculiaridad de que un organismo pierde por propia iniciativa su autoridad sobre un tema tan trascendente como la regulación de Internet.
Para el movimiento de derecha que llevó a Trump al poder la derogación de la net neutrality fue presentada como una victoria del individuo y el mercado contra la intromisión del Estado. Aunque en el discurso los republicanos no son partidarios de bloquear contenidos, afirman que el Estado no debe tener la facultad de controlar e interferir en los negocios que hacen actores privados en Internet, y que la férrea regulación existente estaba impidiendo mayores inversiones en infraestructura para expandir el acceso a Internet.
Sin embargo, en Estados Unidos y también a nivel global un amplio movimiento se sigue oponiendo a este cambio. Por ejemplo, un grupo de 20 científicos e ingenieros considerados los padres fundadores de Internet escribieron una carta al Congreso de Estados Unidos advirtiendo que quienes pergeñaron este cambio no conocen cómo funciona la red. Alertaron que el impacto más duro será para la gente de a pie que con un poco de capital, innovación y contratando a alguien que supiera escribir un código fuente podía servirse de Internet para crear desde un periódico digital hasta una página para protestar en línea, redes sociales, servicios de entrega de pizza o servicios para compartir lo que sea, sin pagar un peaje ni pedirle permiso a nadie.
Claro que no se trata de una decisión basada meramente en la lucha ideológica, las corporaciones de las telecomunicaciones y los gigantes de la alta tecnología en Internet ya se encontraban en pie de guerra antes de esta decisión de la Fcc. En buena medida pujaban por la apropiación de la renta que genera la nueva economía, y muchos sostienen que este cambio tiene que ver con inclinar la balanza a favor de las empresas de telecomunicaciones.
Las ahora llamadas “telcos” se quejaban de que tenían a su cargo las grandes inversiones para incrementar el acceso a Internet (comprar espectro, colocar antenas, tender fibra óptica directa al hogar, etcétera), pero luego no podían hacer otra cosa que vender banda ancha plana. Y desde hace años apuntaron a la norma que garantizaba la neutralidad de la red, dado que –a su juicio– impedía el surgimiento de un modelo de negocios más segmentado, basado en ofrecer acceso rápido a determinados servicios o aplicaciones según las necesidades de los usuarios, porque eso suponía discriminar un contenido con respecto a otro, algo prohibido por esa regulación. Según este discurso, las empresas tecnológicas gozaban, en cambio, de toda la libertad para utilizar sus redes en el nivel Over The Top (Ott) y aumentar sus dividendos, llevando tráfico hacia sus aplicaciones sin pagarles lo suficiente.
Desde Silicon Valley se defendían diciendo que el problema nunca fue el principio de neutralidad de la red, sino la falta de comprensión de la nueva economía por parte de las “telcos”: después de todo –argumentan–, el mensaje de texto en telefonía móvil surgió mucho antes que los servicios de mensajería en Internet y las telefónicas no supieron ver lo que tenían delante de sus ojos, como sí lo hicieron más tarde ellos con las aplicaciones. Las corporaciones tecnológicas argumentan que las empresas de telecomunicaciones no tenían impedimentos para desarrollar el video on demand, ni las compras en línea o las aplicaciones para el transporte de pasajeros (por citar algunos ejemplos de innovación basados en Internet), pero no lo hicieron porque la innovación no está en su Adn y se resisten a entender que están ante una red descentralizada que no controla el dueño de la carretera.
Alteraciones en el ecosistema. Argumentos aparte, desde el punto de vista de los derechos humanos el cambio trae consigo graves preocupaciones. El principio de neutralidad de la red no es un invento de los reguladores, ni (únicamente) una bandera política. Internet como medio se ha desarrollado a partir de determinados principios de diseño, cuya aplicación sostenida en el tiempo ha permitido un ambiente descentralizado, abierto y neutral. Internet es básicamente “una red boba”, que no es capaz de discriminar ni vigilar los paquetes de datos que transporta, ni de decidir colocar unos datos sobre otros: su inteligencia está en las puntas cuando los paquetes se vuelven a reunir, en la gente que con un dispositivo es capaz de conectarse, compartir información, ideas, aplicaciones y conocimiento.
Existe un amplio consenso respecto de que estas características básicas del entorno original de Internet fueron, precisamente, el motor para la expansión de la libertad de expresión e información y la no discriminación de contenidos por ningún motivo, lo que finalmente tuvo un efecto democratizador y de promoción del pluralismo. De hecho, esta característica de Internet fue elevada a principio fundamental de los derechos humanos tanto en el sistema interamericano de derechos humanos como en el universal de las Naciones Unidas.
Si la libertad de prensa o la libertad de imprimir sin censura surgió hace más de 300 años como un principio derivado de la libertad de expresión y del funcionamiento de la imprenta; el derecho a una Internet libre y abierta surge del derecho de cada persona a buscar, recibir y difundir información y opiniones sin distinción de fronteras y sin censura o bloqueos previos.
Así las cosas, la pregunta del momento es cuál será el futuro de la red luego de esta movida crucial en Estados Unidos. Primero hay que precisar que la batalla jurídica por mantener el principio de neutralidad de la red recién comienza: una vez pasado el primer sacudón, ya se encuentra en marcha una serie de acciones judiciales promovidas incluso por fiscales generales de estados como el de Nueva York, en un país donde hay independencia judicial y la libertad de expresión es un asunto serio para las instituciones. Del otro lado, el Congreso tiene un plazo para eventualmente anular la orden ejecutiva de la Fcc, y aunque es difícil que la mayoría republicana cambie una decisión del Ejecutivo, las encuestas indican que la idea de una Internet libre y abierta es compartida por el 70 por ciento de la población, más allá de lo partidario. Las ciudades y estados de mayor población están en manos de administraciones demócratas y también podrían establecer leyes estatales para la aplicación del principio de neutralidad en sus jurisdicciones.
Por otro lado, es obvio que las empresas de telecomunicaciones que operan en Estados Unidos lograron lo que buscaban: tener la libertad de proponer paquetes a sus consumidores, algo que puede derivar en una Internet similar a la televisión por suscripción más sofisticada. Para verlo con un ejemplo: es posible que las empresas ofrezcan acceso más rápido a tal sitio de películas y de deportes; o que obsequien el acceso a tal red social sin gastar datos; y también que el servicio de correo electrónico o la mensajería de la telefónica vaya de regalo. Como en otros escenarios desregulados, veremos procesos de concentración y fusiones entre empresas de telecomunicaciones y empresas tecnológicas. Esto podría relegar a pequeños emprendimientos a una Internet de baja calidad, y al final para el usuario común la autopista podría convertirse en un espacio fragmentado con unas pocas aplicaciones dominantes.
Dicho de modo más conceptual, de una red descentralizada pasaríamos a un espacio con actores que tendrían el poder de centralizar y distribuir el acceso a las aplicaciones. Se podrá decir que algunas redes sociales o gigantes como Google estaban concentrándose desde hacía tiempo. Es cierto, pero bajo la neutralidad de la red había miles de opciones de sitios pequeños que accedían a la vida digital, se servían (y servían) a las redes más grandes, en un ecosistema que permite mayor diversidad.
Otra visión tecnológicamente más optimista sugiere que la red no cambiará su naturaleza y no habrá un despliegue de censura en lo inmediato por parte de los Isp, pese a este retroceso en los principios. Si bien a una porción de la población le puede resultar cómodo permanecer cautiva de una empresa de telecomunicaciones y de unas pocas aplicaciones, para buena parte de los consumidores –incluyendo a la generación de los millennials y las siguientes– esto sería inaceptable: van a seguir reclamando acceder a una Internet completa, abierta y neutral. Según esta visión, Internet tiene la fuerza del agua de un río caudaloso, se le puede poner un dique pero el agua buscará un cauce para seguir corriendo.
Queda también por verse cómo se moverán las gigantes de la tecnología en el nuevo escenario. Google, por ejemplo, ya estaba experimentando con satélites, globos aerostáticos, asociándose con telefónicas y cableando ciudades para ofrecer Internet sin tener que pagar peaje a las empresas de telecomunicaciones. ¿Profundizará este tipo de estrategia? ¿Van a buscar adquirir algunas “telcos”? ¿Qué harán los partidarios del software abierto o los hackers para eludir la Internet de las corporaciones? ¿Vamos hacia un modelo de dos Internet: una para inquietos y entendidos; otra del hombre común, cautivo de las corporaciones?
Y finalmente, pero no menos importante: ¿qué impacto tendrá la desregulación y el modelo de Estados Unidos en el resto del mundo? En América Latina los activistas por la libertad de expresión impulsaron establecer la neutralidad de la red por ley: Brasil, México y Chile ya avanzaron en ese sentido. Uruguay no tiene una ley de neutralidad, pero hasta ahora ninguna telefónica había discriminado o bloqueado contenidos, salvo para ofrecer algunos planes de datos y mantener la seguridad de la red. ¿Tendremos un efecto contagio? ¿Qué harán las empresas de telecomunicaciones que operan en la región? ¿Qué modelo seguirán Europa y los países nórdicos que elevaron el acceso universal a una Internet libre y abierta a la categoría de derecho constitucional? Y los gobiernos autoritarios alrededor del mundo: ¿utilizarán el fin de la neutralidad de la red para justificar una política aun más agresiva de bloqueo y filtrado de medios de comunicación, páginas web y aplicaciones que consideran un peligro para el régimen?
*Relator especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
Fuente: Revista Brecha