martes, 25 de julio de 2017

"Los Monos", Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno

Llega en agosto a las librerías. "Los Monos", Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno, de Hernán Lascano y Germán de los Santos. Es una investigación, de múltiples fuentes y con más de 200 entrevistas
La historia de la familia Cantero, la organización criminal que dominó el tráfico de drogas en Rosario con métodos de una violencia tan extrema que transformó la ciudad en un escenario de feroces enfrentamientos y que -aún hoy- hace temblar su sistema político.

El ascenso de la familia Cantero dentro del hampa es un caso único. Delincuentes comunes y marginales en sus orígenes, el narcotráfico los volvió ricos en pocos años. Brutales, despiertos y ambiciosos, corrompieron a la ciudad y dieron batallas sangrientas, fustigando y asesinando a sus competidores. Entonces, a Rosario empezaron a llegar periodistas de todo el mundo para documentar su colapso.

"La saga de Los Monos y la explosión del narcotráfico en la ciudad de Rosario componen un friso laberíntico, atravesado por múltiples conflictos. Sus líneas se siguen en el rastro de sangre que dejan las víctimas en esa especie de guerra de guerrillas que libraron, en principio, en el barrio Las Flores, y en las posteriores vendettas con que se gestionaron los negocios. Una historia difícil de contar, donde es frecuente perderse en detalles y notas de color que distraen de sus núcleos de sentido. Hacía falta un libro que la expusiera así, con la cercanía necesaria para observar a sus protagonistas y sus escenarios, y la suficiente distancia para comprender sus causas. Tras una exhaustiva investigación del caso, Germán de los Santos y Hernán Lascano -los periodistas que más se ocuparon de estas tramas- logran un relato preciso de los orígenes y el desarrollo de un capítulo central en la historia reciente del crimen".
Osvaldo Aguirre
“Los Monos. Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno” es el esperado libro que cuenta el origen de esa banda criminal, visita las leyendas, recupera las voces de quienes los conocieron de cerca y reconstruye el entorno de una larga tragedia de la ciudad. Lo hace, además, con una doble mirada local: la de los periodistas Germán de los Santos y Hernán Lascano.

“Contamos mucho de la historia de Los Monos pero también del contexto: no eran los únicos que mataban. La muerte se convirtió en un ejercicio de estos grupos criminales ligados al narcomenudeo”, afirmó De los Santos y añadió: “No eran grandes narcos, no exportaban cocaína a Europa vía África como vemos ahora”.

El coautor del libro, corresponsal de La Nación y ex periodista de Radio 2, visitó el programa Radiópolis que conduce Roberto Caferra y habló de los mitos ligados a la banda, por ejemplo que “el Viejo Cantero -ex líder y padre de la familia- no había tenido ninguna causa federal”.

“Encontramos que la primera causa federal contra el Viejo Cantero es en Itatí, Corrientes, del año 1999. En el juicio, dice que va rezar a la virgen de Itatí porque se puede comprar el primer auto, un Ford Escort, pero en realidad llevaba 70 kilos de marihuana”, señaló De los Santos y calificó a ese hecho como el “punto de partida” de Los Monos.

El trabajo tiene el plus que le aportan dos de los periodistas que más y mejor trabajaron el problema de la narcocriminalidad en Rosario. “Ellos vendían droga en el búnker, que es un fenómeno local con muchas paradojas, porque es un lugar fijo no clandestino, a la vista de todos gracias a la complicidad policial y a la red de contención hacia los propios grupos”, analizó De los Santos.

Para el investigador, la banda “casi no existe más aunque cada tanto vemos episodios”. El trabajo no persigue el objetivo de determinar culpables o inocentes porque la misión del buen periodismo es otra. “Nosotros tenemos que contar”, resumió el autor.

En el libro, que se podrá encontrar en las librerías desde el martes próximo tras más de dos años de trabajo, excede el relato policial y judicial y recoge testimonios de “gente del barrio, las maestras, gente que los conoció en otro momento”. “Es un libro para que lo lea cualquiera, no para periodistas”, aclaró en la entrevista y comparó el rol de las mujeres de Los Monos, cuando éstos cayeron presos, con "las ciudades llenas de viudas de Paquistán por la guerra".

Capítulo 1
Declarar la guerra

La gente se alineaba en una caravana que recorría incesante la estrecha calle bajo la luz soleada del mediodía otoñal. Requería paciencia abrirse paso entre la multitud hasta llegar a la casa sencilla, de dos plantas, a ambos lados del corredor pavimentado, motos y vehículos costosos de los que se acercaban a dar el pésame, entremezclados con la gente más pobre de esa lonja de terreno suburbano. El cortejo reunía personas de dentro y fuera del barrio, de toda edad, de todo aspecto, de toda condición, con las caras serias y fruncidas, que no hacían ruido pero hundían los ojos como navajas en todo aquel desconocido.

Un metro más allá de la puerta, en el interior de la casa, un hombre moreno y macizo de pelo enrulado, endurecido como un busto de bronce, recibe a los que acercan su saludo. Es el padre del muerto. Tiene otros ocho hijos, pero este era el más admirado, el más querido, el más confiable. El Pájaro, al que han matado hace diez horas a veinte cuadras de allí, había tomado un par de años antes las riendas de la familia y del negocio.

En la penumbra de la entrada a su casa, el Viejo Cantero menea la cabeza cuando cada persona se arrima a dejarle una reverencia de consuelo. Cada tanto con una palabra o un gesto mínimo da una indicación a colaboradores que ante la directiva parten resueltos a cumplir el mandado. Alguien que le merece respeto se le acerca, le estrecha la mano y le pide calma. Es curioso porque el Viejo parece sereno. Incluso cuando responde al consejo.

—Que‌ nadie me venga a hablar de nada. Estamos en guerra.

Ya saqué el ejército a la calle.

Afuera sobre la vereda, en la habitación donde reposa el difunto, en el silencio arisco del barrio tapado de marcas se respira la cercanía de algo anómalo. ¿Quién pudo siquiera atreverse a pensar en matar al Pájaro Cantero? ¿Cómo se puede concebir y ejecutar un acto así sin esperar que bajo el cielo se abra un tendal de cicatrices y se llenen de electricidad los cementerios de la ciudad?

Pero el cuerpo del hombre más fuerte de los barrios Las Flores y La Granada está ahí, despedido por centenares en la improvisada capilla ardiente en la casa de la calle Caña de Ámbar, sin evidencia en la cara cuadrada y serena de los tres balazos que le quitaron la vida.

Solamente una mente nublada de ambición o locura podía sacarlo del medio. Nadie podía imaginarlo, pero lo menos pensado a veces acaba por ocurrir.

La tarde anterior, el Pájaro había estado sentado frente a una mesa con mantel de hule, tomando mate con su madre durante horas en la casa donde ahora lo despiden. Cerca de medianoche le pidió que le planchara una camisa porque iba a salir. A las 0:30 de ese 26 de mayo de 2013, el Pájaro montó en su Peugeot RCZ descapotable gris y pasó a buscar a Eric Perea, un amigo del barrio. Primero se detuvieron en una estación de servicio de Arijón y Moreno, en una zona abierta de casas achaparradas cercana al Casino, y entraron en la cafetería. Allí, el Pájaro pidió una lágrima y Eric, una gaseosa. A los quince minutos se les unieron otras dos personas. Uno era su hermano, Ramón Ezequiel Machuca, conocido como Monchi, administrador de los negocios de la banda. Lo acompañaba Mariano Salomón, el Gordo, uno de los lavadores de plata de los quioscos del grupo.

Se quedaron hasta las dos en el minimercado de la YPF. El Pájaro subió entonces al descapotable gris para ir a Yamper, un boliche del barrio Acíndar, construido en los años setenta para los operarios de la vieja acería. En el ambiente de la noche se dice que ese boliche es de Los Monos.

Salomón y Monchi encararon hacia Loft, otra disco, en el centro, mientras el Pájaro y Eric se quedaron un rato en el VIP de Yamper, en la planta alta, donde siempre tenían lugar asegurado. Ahí se juntaron con Guille, otro de los hermanos del Pájaro, Daniel Jesús Gorosito y Lisandro Mena. Miraban la pista repleta de gente bailando, apoyados en la baranda de arriba. Se quedaron hasta las cinco y decidieron terminar la madrugada en otro lado.

Tomaron por la avenida Ovidio Lagos para Villa Gobernador Gálvez, la ciudad de Pocho Lavezzi, pegada a Rosario hacia el sur. Iban como locos, con el fierro a fondo en el Peugeot con la capota abierta, complacidos con las promesas imaginarias del final de madrugada. El auto se detuvo frente a Infinity, un boliche en la colectora de la calle San Martín. Sacaron dos vasos de plástico y abrieron una botella de whisky.

El Pájaro estaba fresco en la humedad de la noche. Eran las 5:30. Frente a la disco había mucho movimiento. En un recodo lateral al portón azul del boliche, uno de sus amigos se había puesto a orinar. Repentinamente, un ruido de motor abrió un surco en el tiempo de la ciudad.

Daniel Gorosito le pasó al Pájaro un vaso y en ese momento empezaron a reventar los disparos. Al Pájaro se le resbaló el vaso de las manos y se cayó de costado al suelo. Eric se tiró de cabeza abajo del descapotable. Como en una alucinación, Gorosito advirtió el balazo que a Mena le entraba por el mentón y le salía por la boca. Uno de los sicarios se acercó entonces al grupo de amigos, desguarnecidos juntos al auto, y siguió tirando de frente desde unos cinco o seis metros. Los que pudieron salieron espantados. El tirador se aproximó al Pájaro, que estaba tumbado con la cara al cielo, y le hizo un tiro que le entró por el hombro desde arriba. Del piso se levantarían más tarde diez cápsulas de balas calibre 9 milímetros. En el juzgado, Gorosito contó que tuvo un roce en el brazo derecho y la cadera. Pero que con Mena la habían ligado porque estaban ahí y no porque fueran los buscados. Estaba claro que los disparos eran para el Pájaro.

Después de esa noche, a Gorosito quisieron matarlo dos veces. Lisandro Mena, el del tiro en el mentón, conservó la vida por apenas siete meses. Lo ejecutaron frente al Casino de Rosario el último día de ese mismo año.

Eric Perea, el amigo del Pájaro que se había apartado para orinar y casi fue rozado por el cuerpo del tirador, guardó una febril memoria de esos instantes. Al retornar junto al grupo advirtió al Pájaro y a Lisandro desde un metro, cuando ellos ya estaban caídos. Al darse vuelta, sus ojos se cruzaron con los del sicario, por lo que salió corriendo y se tiró cuerpo a tierra. Escuchó cinco tiros más que daban en el suelo y en los autos que estaban pegados a él. No le pasó nada.

Este chico fue el único que pudo dar una descripción del atacante. Un tipo de contextura robusta, un metro sesenta y cinco de alto, con una campera azul con capucha. Dijo que salió corriendo para la calle sin dejar de tirar y se subió a una camioneta Ford EcoSport gris, que salió a toda velocidad conducida por otra persona.

Varios miembros de la familia Cantero aparecieron allí como si hubieran adivinado un mal augurio. En un instante, el Pájaro fue cargado en brazos por Rubén, su tío, quien lo acomodó en el asiento trasero de un Fiat Uno gris para llevarlo al Hospital Roque Sáenz Peña. A Lisandro lo metieron en el Peugeot del Pájaro, que salió chirriando con igual rumbo. Al costado estaban las hermanas del Pájaro, Macarena y Elizabeth, en el Chevrolet Cruze de Macarena, al que subió Eric también para ir al hospital.

A Mena y al Pájaro los trasladaron al Hospital de Emergencias Clemente Álvarez —el de mayor complejidad de la ciudad y conocido como el Heca— porque las heridas de ambos eran serias. Por el Pájaro no había mucho más que hacer.

A las 6:05 de esa mañana aún sin clarear sonó el teléfono del Viejo. Era su hijo adoptivo, Monchi, hermano de crianza del Pájaro. Sus aparatos estaban interceptados por orden del juez que investigaba el asesinato de Martín Paz, el Fantasma, ocurrido ocho meses antes.

—Máximo,‌ hirieron al Pájaro.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—Sí,‌ yo no estaba justo en el baile ese. Ahí estoy llegando al Heca. Lo llevaron para ahí.

—¿Le‌ pegaron un tiro?

—Sí,‌ no lo vi yo. Los pibes me avisaron y me vine para acá.

—¿Adónde‌ le pegaron el tiro? ¿No sabés?

—No‌ sé, supuestamente le dieron un par en las gambas y uno atrás de la oreja.

—¿Y‌ no saben quién es?

—No,‌ no sabemos, los pibes dicen que desde una moto, después dicen también que una camioneta, otros que un auto.

—Ahora‌ la mando a la Cele, que la lleven allá. Esperala que ahí va.

—Sí,‌ la mandé a buscar.

Hay una aglomeración de motos y autos en la puerta del Heca, sobre la ancha vereda de Pellegrini y Crespo, donde se amontona gente. Las cámaras externas del mayor hospital de la ciudad captaron el andar nervioso de las personas del clan y los autos en los que llegaban. Estaban Guille Cantero y sus hermanas, el Gordo Salomón, el Gitano Andrés Fernández, el Ema Chamorro. Algunos se abrazaban, otros daban pasos inútiles en un silencio ensimismado, Monchi permanecía inmóvil y pensativo. Una chica de campera negra y pelo rapado, Laura, no contenía los sollozos. Los Cantero estaban habituados a manejar cada acontecimiento a voluntad, pero este momento no lo controlaban. Cuando el jefe de quirófano salió a dar la noticia, despuntaba el alba.

—Sí, Monchi.

—Ey,‌ murió el Pájaro.

—Fijate‌ la Cele, Monchi.

—¿Cómo?

—Fijate‌ la Cele.

—Sí,‌ sí, estamos con Guille, la estamos esperando.

—Dale.

La Cele es Patricia Celestina Contreras, la madre del Pájaro, la mujer que había criado a Monchi, la autoridad del hogar. Andariego, mujeriego, indócil a cualquier rutina, el Viejo estaba separado de Cele hacía diez años, aunque la visitaba casi todos los días. Guardaba por ella la clase de respeto profundo de quien supo compartir las mejores buenas y las peores malas. La Cele es la palabra reverenciada e indiscutida de la familia, la persona a escuchar y, por ello, la destinataria del mayor resguardo.
A media mañana, a los familiares les entregaron una caja con las pertenencias del Pájaro. Un pantalón de jean azul, una camisa negra, un par de zapatillas Nike negras y rojas, unos zoquetes blancos y un anillo de color dorado con la inscripción de San Benito, al que se le atribuyen poderes de exorcismo y defensa contra maleficios de todo género.

Lo que parece imposible también puede pasar. La ciudad se desperezaba con una novedad inverosímil. Habían matado al Pájaro Cantero, el jefe de la banda Los Monos. Un hombre al que le gustaba moverse a distancia de las bravuconadas feroces de los suyos, un multimillonario que no estaba inscripto en ningún organismo tributario, que solo tenía una vivienda a su nombre y que no había cumplido los 30 años.

El Pájaro tuvo un final más acorde con todas las historias que se contaron en la calle que con las que fiscales y policías pudieron probarle. Su prontuario condensa en una sola hoja tres anotaciones por las que nunca mereció castigo. Una infracción por una apuesta clandestina del año 2002, una tenencia ilegal de arma de fuego y una participación en un homicidio por el que fue juzgado pero absuelto en 2011.

Esa capacidad elusiva era una de las facetas del poderío armado por su familia: la aptitud de corromper a las fuerzas de seguridad no solo para comprarles tolerancia sino para sostener sus negocios gracias a la información policial. Y la destreza de sus audaces abogados, expertos en sacarles partido a las grietas y la ineficiencia del sistema judicial.

El estruendo que provocó la ejecución del Pájaro no condice con su historial de antecedentes penales, sino con otro no escrito en ningún sitio oficial. El del hombre que supo ser sin llamar la atención, moviendo los hilos de una violencia concreta y brumosa instalado en sus márgenes, corrido del centro de los hechos pero siempre presente en ellos.

También tuvo el rasgo que iguala a cualquier ser humano: no ser una sola cosa. Surgido de una familia marginal y cruenta se había convertido en millonario. No tomaba drogas y casi no probaba alcohol. Era generoso con sus amigos y tímido hasta el sufrimiento. De pocas palabras y jamás provocador, aunque perfectamente capaz de hacer daño.

Por encima de cualquier descripción, el Pájaro es el timonel que endereza a la banda cambiando de la pura violencia a la violencia necesaria. El cobro de peaje, la usurpación de viviendas o las extorsiones eran negocios rudimentarios basados en una brutalidad vehemente y continuada. El Pájaro entendió que la plata grande estaba en la venta de drogas. La expansión de esa actividad y el acuerdo con la policía le garantizarían un reaseguro territorial que ya no precisaría de una violencia permanente para expandirse. Con la policía comprada, los vecinos no tendrían a quién acudir. Esa asociación los consolidaba como dueños de la calle a la vez que mantenía en calma a esos barrios duros. ¿Quién se iba a atrever a afrentarlos?

Esa importancia que les imprime el Pájaro a los suyos no solo arraiga como un rasgo de la actividad comercial, también es identidad. Cuatro meses después de que lo maten, el perfil del Pájaro en las redes sociales seguirá activo, con retratos que van cambiando, como si él siguiera ahí. En septiembre, varios amigos saludan una nueva foto subida al perfil, pero un intruso del sitio, probablemente un policía, decide patear el hormiguero. "Bien muerto está", escribe. La primera en plantarse es Mariana Cantero. "Hijo de puta, ojalá maten a toda tu familia", le dice. "Todo se da vuelta y ya lo vas a ver. Somos narcos con orgullo y así vamos a morir".

Capítulo 2
De cacería
Al Tarta Demarre lo mueve el miedo que no lo dejó pegar ojo durante toda la noche. Sabe que los Monos lo acusan de ser el entregador del Pájaro. Están convencidos de que él lo citó en el boliche y les avisó a los sicarios cuando llegó. Lo sospechan porque ellos traman así los crímenes. Siempre hay alguien que facilita la ejecución, un delator o un entregador. Es mucho más fácil. Solo hay que poner un poco de plata. "Íbamos como a doscientos kilómetros por hora. Nadie nos pudo seguir", les cuenta una y otra vez a los Cantero uno de los pibes que estaba con el Pájaro. Todo cierra. El único que pudo entregar al Pájaro es el Tarta, creen los Monos.

Después de una noche de mierda, comienza una mañana peor para Demarre. Su mujer le muestra la tapa del diario La Capital. No sabe qué hacer. En la foto principal se ven rastros de sangre del lugar donde fue acribillado el Pájaro, y en el fondo el frente del boliche. De su boliche. Ya no hay dudas.Todos están avisados de dónde murió el líder de Los Monos.

Mientras toma mate le confiesa a su mujer, Betiana, que tiene miedo. Demarre prefiere el silencio como respuesta. Y luego ensaya una salida. Debe ir a los tribunales para hablar con su abogado, con el juez, con alguien que le diga cómo protegerse. Nadie lo llamó aún para declarar, pero debe despegarse de algún modo de ese terror que lo acorrala. Tiene que enviar un mensaje desesperado a los Cantero.

Cerca de las 9:30 llega con su mujer a los tribunales. La zona es un desquicio de autos y patrulleros que estacionan en doble fila, llevando presos a declarar. El sol cálido de la mañana anima a los abogados a tomar café en las mesas de la vereda en calle Dorrego.

El Tarta da vueltas con la camioneta pero no encuentra lugar y, al final, deja la Partner en el estacionamiento del supermercado La Gallega, en diagonal al Palacio de Tribunales. A esa hora recién empiezan a llegar los jueces. Muy pocos leyeron el diario y se enteraron de la noticia policial que marcará a sangre y fuego la ciudad. Sin embargo, para el Tarta parece ser un lugar seguro durante la mañana. Cada hora vale oro para él.

Ema Chamorro no les pierde el rastro. Sigue al matrimonio desde que ellos salieron de la casa, y con el Nextel mantiene al tanto a sus jefes de los movimientos de Demarre. Los policías que custodian los ingresos toman café y hablan de fútbol. ¿Quién va a pensar que un tipo armado sigue a su presa dentro de los tribunales?

El Tarta y Betiana se reúnen en el bar de la planta baja con su abogado, que les dice que suban al primer piso hasta el juzgado. Se quedan parados en el pasillo, hasta que ven llegar a Piki Aguirre, el gerenciador del boliche. Es el hombre que todas las semanas le lleva seis mil pesos en concepto de alquiler.

Demarre le había traspasado el negocio porque estaba medio asustado. Hacía un año, dentro del boliche le pegaron un tiro en la cara a Milton César, el matón que había contratado luego de que le balearan varias veces el frente del local. La familia de Milton también creía que aquella vez el Tarta había entregado al pibe.

Nadie dudaba de que los autores de los ataques contra el boliche eran los Bassi, que no soportaban la competencia en Villa Gobernador Gálvez, una ciudad que es el escondite del hampa de la zona sur de Rosario.

Demarre se había instalado allí después de cerrar Tropical un antro donde también se movía droga en pleno corazón de La Tablada. Su socio, Gustavo Benavente, terminó muerto. Y él no quería seguir el mismo destino.

Los Monos sabían que, la noche en que acribillaron al Pájaro, el Tarta había ido al boliche. Lo habían visto varios miembros de los Cantero que frecuentaban ese bailable, donde casi nadie entraba desarmado. ¿Era una casualidad? Hacía ocho meses que no pisaba ese lugar. Y justo había decidido ir a tomar unos tragos con dos amigos cordobeses la madrugada en que lo matan al Pájaro, pensaban los Cantero. En ese ambiente, nadie creía en las casualidades. Y menos los Monos, que desconfiaban hasta de su propia sombra. Demarre había trabajado para ellos. Y lo conocían bien. Quizá por eso buscaban ejecutarlo. Sabían quién era.

Cerca de las doce, el Tarta y Betiana deciden volver a su casa para ir a buscar a los chicos a la escuela. No tenían mucho más qué hacer en el juzgado. Piki estaba por entrar a declarar. Iba a decir que le alquilaba a Demarre el boliche. El trato era de palabra, en medio de esa telaraña de informalidad que reina en el ambiente. No había un solo papel. A Demarre lo aliviaba que su inquilino pusiera la cara en ese momento crucial.

Antes de partir, Betiana encara a uno de los soldaditos del Pájaro, que espera el turno para declarar. No es una mujer cualquiera. Tiene sobre sus espaldas varios asaltos a mano armada. Y sabe lo que es matar. Ella se acerca y le dice a Jesús Gorosito que el Tarta no tiene nada que ver. El pibe la mira de reojo, desafiante, y se queda en silencio. Sabe muy bien lo que les espera.

Desde el otro extremo del pasillo, Ema Chamorro los tiene a tiro. Sus ojos siguen clavados en Demarre y Betiana, sin hacer bandera. A cada rato tantea la pistola que lleva en la cintura, para recargar su confianza. Parece más flaco con la cabeza rapada y la campera que le queda holgada. Tiene una mirada picante. Como él hay muchos en los pasillos, donde nadie conoce su cara salvo sus abogados.

En un segundo los pierde de vista entre esa marea de empleados que salen a almorzar y los abogados que esperan ser atendidos frente a los juzgados penales. No tiene idea por cuál escalera bajaron. El plan es matar al Tarta cuando salga de tribunales. No solo van a ejecutar al que acusaban de entregador, sino que quieren a demostrar que la banda responde con furia el ataque que sufrió. La cacería de los asesinos y traidores debe ser rápida y eficaz.

"Lo perdí", dice Ema. Habla agitada mientras corre por los pasillos de tribunales. Esquiva a los abogados que parecen un enjambre a esa hora del mediodía. Y corre. Mira hacia el final del corredor y confirma que su presa desapareció.

"Fijate dónde está la camioneta", le ordena el Gordo Vilches que monitorea la cacería con Guille Cantero. Pero ya es tarde. No puede arriesgarse a que el entregador se escape. Mientras corre con su pistola 9 milímetros fondeada en su campera prefiere llamar al Chino, el otro sicario, y cortar por lo sano: "Decile que lo esperen en la casa".

Ema llega corriendo hasta la esquina, donde está el estacionamiento del supermercado La Gallega, y ve que la camioneta del Tarta se va por Pellegrini, hacia el oeste. Sabe que lo perdió. "Pero ya está cubierto por los otros", avisa.

Guille y el Gitano Fernández lo esperan cerca de la casa, en la zona sur, dentro del auto. A las 12:12 ven que la Partner del Tarta dobla en "U" en bulevar Seguí y se ponen al lado. Guille saca una Luger 9 milímetros y hace diez disparos. Los tiros atraviesan la puerta y la ventanilla del lado del conductor. Sonríe y parece darse por satisfecho.

Siete balazos dan en el cuerpo de Demarre, que en un reflejo para cubrirse levanta sus piernas. Y luego cae desplomado sobre Betiana. A ella no la toca ni una sola bala. Solo querían ejecutar al Tarta. Está intacta y con fuerzas para correr el cuerpo de su marido.

Le grita a Mariela, la empleada de su tienda de ropa, frente a su casa, para que la ayude. Está toda manchada con sangre. La chica se queda inmóvil por un momento. Está aterrorizada, pero unos segundos después acepta acompañarla hasta el hospital, con el cuerpo de Demarre a un costado, moribundo. La cacería que planean los Monos mientras velan el cuerpo del Pájaro empieza a tomar forma. El ejército está a pleno en la calle, comandado por Monchi y Guille.

Piki Aguirre corta la llamada. Su cara se pone pálida y le empieza a subir un ardor por el estómago. El juez se sorprende cuando se para de golpe, se apoya sobre el escritorio para no caerse, y le dice: "No puedo seguir declarando porque acaban de matar a un testigo". "Ya está hecho", avisa con alivio Ema. Son las 12:43 y le cuenta al Gordo Vilches que pasó por el lugar del crimen para chequear la ejecución. Lo carcome la duda de si el Tarta está muerto o no. "Pasé y estaba el Comando, pero no vi la Partner. Si estaba finado debería haber estado ahí el cuerpo. Pero no estaba", se preocupa.

A Monchi le pasa lo mismo. Necesitan tener la certeza de que Demarre murió. Vivo se puede transformar en una pesadilla en este momento. Puede venderlos ante la justicia y contar dónde tienen los búnkeres y a quiénes mataron. El Tarta sabe mucho de ellos.

Monchi le pide a Guille que encienda la radio con la frecuencia policial "para ver si dicen que murió". Todavía está arriba del Bora blanco con el Gitano al volante. Lleva una gorra de lana celeste, que no se saca hace varios días. Él sabe que lo mató. No necesita confirmarlo con la policía, porque fue quien apretó el gatillo.

A diferencia de su hermano, Monchi sigue impaciente. Y se la juega al llamar al Chavo Maciel, el policía que trabaja para ellos. "Fijate cómo está Demarre, que está en el hospital". Diez minutos más tarde recibe la respuesta, casi oficial: "Siete detonaciones. Está listo".

En paralelo, Ema mantiene al tanto a Vilches. Los miembros de la banda están exultantes: "Siete detonaciones. Siete en el blanco. Dos en el chope, dos en la zapán, dos en el brazo y una en la pierna", detalla Ema. El Gordo grita eufórico por el Nextel: "Bien, bien". "Sí, todos estamos contentos", le responde. Recobran la alegría con otra muerte.

Ahora deben deshacerse del auto. Al Bora blanco lo vieron decenas de testigos y fue captado por las cámaras de videovigilancia del barrio donde ejecutaron a Demarre. Es lo que le recomienda el Chavo Maciel a Monchi, el policía que trabaja para ellos. Le dice que el único dato que maneja la policía es que lo mataron en un VW Bora color blanco. "Tené en cuenta el auto, que no esté más. ¿Entendés?", le sugiere. Y es lo que hacen. Lo llevan a un taller de chapa y pintura en Donado y Mendoza, donde lo transforman en unas horas en un taxi usado. Lo pintan de negro a las apuradas. El coche termina en una concesionaria de Córdoba, después de una serie de extrañas triangulaciones.

Demarre se convierte en la primera víctima de la cacería. En la lista sigue Milton. A los Cantero les llueven datos sobre el sicario que apretó el gatillo y remató al Pájaro cuando estaba tirado en el suelo. Les dicen que fue Milton, pero no saben cuál de los dos. Si Milton César o Milton Damario. A ambos los une el mismo nombre de pila y también un extenso prontuario. Los dos son sicarios, matones a sueldo. Por las dudas buscan a los dos, aunque no encuentran a ninguno. Están escondidos porque saben que sus cabezas tienen precio. Los Cantero ofrecen quinientos mil pesos.

Mientras el atentado a Demarre aún está fresco, los Monos planean matar a la familia de Milton César. Su hermano, Nahuel, lo sospecha. Su padrastro, el Colorado Hernández, le avisa por Facebook que debe cuidarse no solo él, sino también sus hermanitos. "Estamos todos amenazados. Encargate de los chicos", le sugiere. Nahuel busca a Santino y Fernanda, de 7 y 10 años, y los lleva a la casa de Daiana, su novia. Le ordena que no salgan. Ella está prendida al Facebook, desde allí se entera de lo que pasa afuera. Por la red social se tiran nombres y lugares de donde pueden estar los asesinos del Pájaro. Como esa mañana no tiene clases en la escuela, Daiana trata de entretener a los nenes. Les prende la televisión, pero Santino y Fernanda quieren salir. El día está lindo. Hay sol y piden ir a la plaza que está a dos cuadras de su casa, muy cerca de la colectora de la Circunvalación. Pero ella cumple la orden de su novio. No pueden salir ni siquiera a la vereda de ese pequeño barrio de departamentos construidos por el Estado.

Recién a la tarde vuelve Nahuel. Le dice que va a llevar a los chicos en un remise a la casa de su madre Norma y del Colorado en la zona oeste. Los chicos deben cambiarse. Hace casi dos días que están con la misma ropa, encerrados en ese departamento. Nahuel putea a su hermano. Lo maldice. Todo es culpa de él. Una cosa es ser chorro como él y otra, hacerse el poronga, querer ser narco. Todos terminan muertos o en la cárcel. Como su padre, Marcelo Bertini, que movía la droga en La Tablada. Con Milton estaban peleados, pero se reconciliaron después de que su hermano fue atacado hace más de un año en el boliche donde murió el Pájaro. "Una bala le atravesó la cabeza de lado a lado", le cuenta Daiana a una amiga, y agrega: "Demarre se lo merecía. Él entregó a Milton aquella vez".

Nahuel lleva a los chicos a la casa de su madre, donde los pasará a buscar un amigo de la familia, Pajita Alomar, y los llevará a Villa Gobernador Gálvez, tal vez allí puedan estar más seguros. En ese lugar, Pajita tiene un taller mecánico donde repara autos de narcos y policías y en la parte de atrás, en un terreno, guarda dos caballos de carrera.

Antes de subir a la Toyota Hilux, Nahuel le manda un mensaje a su novia. Es para molestarla. Siempre lo carcomen los celos. Es para ver si contesta rápido. Si no lo hace, es porque está cogiendo con otro. Pero Daiana no tiene crédito, y él se queda con la espina. Veinte minutos después le manda un alerta por el Nextel. Ella intenta llamarlo, pero nada. Nunca más atenderá el teléfono.

Dos motos se ponen frente a la camioneta, después de que frena en el semáforo de Francia y Acevedo, a unos metros del distrito sudoeste de la municipalidad. Esa tarde hace frío, pero la calle está repleta de autos que aguardan la salida de los chicos de un jardín de infantes. Los tiros resuenan y, por reflejo, todos se agachan. Algunos vecinos creen que son petardos, bombas de estruendo. Son balazos.

Los sicarios disparan más de quince tiros. Cuando escuchan los disparos, Norma y su marido tratan de cubrir a los chicos en la parte de atrás de la camioneta. Los tapan con su cuerpo. A la mujer le ingresa una bala por la cervical y le rompe la columna. Nunca más podrá moverse y morirá nueve meses después, postrada en una cama del Hospital del Centenario. Al Colorado lo rozan los tiros. Pero por suerte detecta que los chicos están sanos. No les pasó nada. En cambio, Nahuel y Marcelo están muertos. Sus cuerpos quedan en la cabina de la camioneta, agujereados por los tiros. "Los que tosieron son dos mayores", le informa el policía Maciel a Monchi, que busca confirmar que a los hermanitos de Nahuel no les pasó nada: "O sea que eran todos grandes. ¿Chicos no hay?", responde con frialdad.

Milton César sigue escondido. Lo buscan la policía y los Monos. No sabe cómo resistir después de que matan a toda su familia. Los Cantero merodean por la zona sur en una camioneta negra. "Me llamó Diego y dijo que lo vio a Milton, que se metió en el núcleo 16 del Fonavi", le cuentan a Monchi. "¿Donde vive Damario?" "Sí, lo vieron bajarse de una Yamaha negra y que se metió en el Fonavi", le advierte el informante. Ni el propio Monchi sabe a quién ven sus buchones. Si es Milton Damario o Milton César. Todos quieren colaborar, pero casi siempre se equivocan. Por eso, pide más información antes de entrar en el Fonavi. "Averiguá en qué casa se metió. Pasame el número y después hablamos".

Guille busca a otros dos que podrían ser los asesinos de su hermano. No tiene ninguna certeza. No importa. Hay que ir para adelante. Ema le envía a su teléfono las fotos de Macaco Muñoz y un tal Teto que sacó de Facebook. Son sicarios del Pollo Bassi, y con eso basta para ser sospechosos. "Lo ubicamos recién. Me dijeron que vive en Orán y Casero, apenas doblás a la derecha es la segunda casa", le dice Ema a Guille. Otro le pasa información sobre los autos en que se manejan. "Andan en un Vento nuevo, en una moto RZ blanca y en un Mini Cooper", anota. Buscan en la casa de los familiares, en todos lados. Están dispuestos a matar a cualquiera del entorno. "¿Sabés dónde vive la abuela de Macaco? Me dijeron que en Villa Diego", pregunta Guille.

Milton César decide entregarse dos semanas después de que acribillan a su familia. No es el único que toma esa decisión. Nadie quiere morir en manos de los Monos. Le siguen Macaco, Popito Salazar y después su jefe, el Pollo Bassi, quien tramó el crimen del Pájaro en medio de esa disputa desquiciada por quedarse con porciones de territorio para vender cocaína. Unos meses más tarde, en prisión, Macaco escribirá algo que circula por las redes sociales, que comparte con su amigo Popito: "La muerte y yo firmamos un pacto. Ni ella me persigue ni yo huyo de ella, simplemente, algún día nos encontraremos".

A Milton no le importa nada. Prefiere la cárcel a una bala de los Monos. Frente al juez niega ser el asesino del Pájaro. "Siempre me acusan de todo. Me tienen de punto", advierte y le recuerda al magistrado que ya lo habían detenido por el crimen del Fantasma Paz, que lo mandaron a ejecutar los propios Cantero.

Su cuñada, Daiana, dice que Milton al principio "solo andaba en el choreo, como todos. Pero después se metió en cosas más pesadas, con gente poderosa, de la política. Lo protegen los socialistas. Por eso cambió el Clio por un convertible". Se mueve en un BMW 320 azul. En ese auto fue detenido por la policía cuando se entregó en el barrio de Saladillo.

En la cárcel, Milton dice que los sueños lo torturan. Cuenta que, cuando se duerme, aparecen todas las noches su hermano y su madre. El informe psicológico señala que tiene "un estado de humor depresivo" y que evalúa "quitarse la vida". Su perfil abona esa salida. "Viene de una familia disgregada, desordenada y numerosa. Tiene a su padre preso con frondosos antecedentes y problemas de adicción a las drogas. Su padre biológico nunca lo reconoció. Sufrió tres atentados entre 2010 y 2013, en los que fue herido de bala", resume el informe.

En la celda de la Jefatura de Policía decide matarse. Cuelga una sábana del ventiluz y, cuando va a dejar caer la silla en la que está parado, entra su compañero de prisión. Brian lo desata y lo acuesta en la cama. Trata de calmarlo y le dice frases hechas, sin mucho sentido. Cuando se tranquiliza, logra llamar al celador. Dos semanas después de que intenta suicidarse, la policía detiene al otro Milton en Santo Tomé, donde estaba escondido con la ayuda de unos amigos. Ese Milton es el que mató al Pájaro y será solo por unos días su compañero de prisión. Porque dos semanas después la justicia dicta la falta de mérito para Milton César. "Ya es tarde para llorar", lo consuela un pariente.
Fuente: Rosario3, Señales