Hace poco en una entrevista dijo que “la escritura se aprende leyendo”. ¿Cuánto de esto hay y cuánto de vocación y talento natural?
No todo lector se transforma en un escritor. No toda la gente que lee mucho quiere escribir, como no toda la gente que va al cine quiere dedicarse al cine ni toda la gente que va a la ópera quiere cantar ópera.
La vocación es algo un poco misterioso, no se sabe cómo surge. Ahora, una vez surgida esa vocación de escribir creo que hay mucho de eso, que vos llamás el talento. Como en todos los oficios y profesiones, hay gente que tiene un talento, predisposición natural o lo que fuere, que destaca por sobre encima de otro montón de gente que tiene esa vocación pero no tiene tanto talento.
Pero también creo que el talento no es algo sobre lo que vos te puedas acomodar panchamente y decir: “ah bueno, tengo talento entonces no lo trabajo”. Es como cualquier persona que tenga una profesión o un oficio relacionado con la creatividad, sea músico, sea pintor o sea lo que fuere, sabe que no puede confiar solamente en lo que llamamos la inspiración.
Si un pintor solo va a pintar cuando está inspirado, o un escritor solo va a escribir cuando está inspirado, no se logra tener una producción acorde con lo que uno necesita producir. Entonces, la inspiración, como decía aquel escritor, te tiene que agarrar trabajando. Yo creo que lo mismo pasa con el talento, tenés que nutrirlo. Y ahí entra la lectura como entran, para una persona que escribe, tantas otras cosas.
Creo que mucha gente que quiere escribir va buscando fórmulas, como la fórmula mágica de que alguien le diga: “para escribir bien tenés mezclar tantos adjetivos con tantos sustantivos con tantas frases largas, con tantas frases cortas, con tantos puntos aparte y ya. Escribís bien”. No existe eso.
Para ser periodista, ¿es necesario escribir bien?
Si sos periodista gráfico, sí.
Pero algunos dicen que el que sabe escribir, después sabe hablar, ¿qué pasa con los periodistas de radio y de televisión?
No necesariamente. Hay gente que escribe bien y hace bien radio y hace bien televisión y hay gente que no, como todo. Cada cosa necesita un saber específico. Hay gente mucho más diversa en su talento. A mí me parece que un buen periodista tiene que estar bien formado a nivel general.
Obviamente todos tienen que saber escribir. Un gran periodista de gráfica, no tiene por qué ser un gran periodista de televisión pero me parece que los dos tienen que compartir algo, que es la capacidad de tener una cabeza bien llena de referencias de todo tipo.
En la misma entrevista mencionada anteriormente dijo que uno empieza a escribir porque quiere hacer lo que hacen otros, ¿cómo se siente que ahora suceda a la inversa? Muchos deben escribir porque ven su obra y se inspiran.
En las ferias del libro uno se encuentra con gente, por ahí con periodistas jóvenes o gente que está cursando la carrera o gente que abandonó una carrera y que empezó a estudiar periodismo “porque leí tal libro tuyo”. Hay como una lejana referencia de que eso ocurra o de que uno tiene gente que lo lee y lo que uno hace puede llegar a funcionar como disparador para esas personas. Pero la verdad es que no tengo mucho registro de eso. Me parece agradable pero no lo siento como una responsabilidad.
Respecto de “Un mundo lleno de futuro”, se trata de 10 crónicas de autores hispanoamericanos, ¿hay algún hilo que las una?
El tema básico de lo que las une es el hecho de que son todas personas que desarrollaron algún emprendimiento basado en una necesidad o en una carencia que supieron detectar e inventaron, produjeron, o trajeron algo a la realidad para suplir esa carencia con mucha inventiva y también con mucho esfuerzo. Es gente que tuvo una idea y le puso el cuerpo a la idea y le invirtió tiempo, esfuerzo y dinero. Son todas crónicas relacionadas con ciencia, con tecnología, con salud. Además, no se lo puede ver como un libro puramente optimista porque todos los textos que reúne son textos que también cuentan cónicas un poco excepcionales. Son casos excepcionales.
Te pongo un ejemplo, hay una crónica en Colombia de un grupo de gente que desarrolló un pozo de agua para unos indígenas wayúu en la Guajira y a la vez en la misma crónica, en espejo, hay otra historia que narra cómo se instalaron unas plantas generadoras de electricidad en el medio de la selva.
Era gente que no conocía la electricidad. Pero salvo ese pozo de agua en la Guajira y salvo esa planta de energía en el medio de la selva, todo lo demás que rodea sigue sin agua y todo lo demás que rodea sigue a oscuras. Son crónicas que, de alguna forma, la contracara es que revelan las enormes carencias de la región, de América Latina y también un poco la ausencia del Estado en todo el continente.
¿Buscan despertar algún tipo de conciencia por parte de la sociedad o del Estado?
Visibilizan la solución pero también visibilizan la carencia, las dos cosas. Los efectos que eso produzca están más allá de las crónicas. Yo no creo que uno tenga que escribir para cambiar. Soy bastante escéptica en ese sentido. Los que modifican las situaciones son, precisamente, los protagonistas del libro. Los periodistas las cuentan. De ahí en más, de lo que pase con eso, creo que uno tiene menos control.
¿Tuvieron repercusiones?
Acabo de llegar de una gira por Bogotá y Quito, donde se presentó el libro que está casi recién salido, y lo que pude ver qué pasó con esas presentaciones en las que había uno de los protagonistas de las historias, es que estaban muy conmovidos con el hecho de que su historia hubiera llamado la atención de un periodista durante tanto tiempo y que terminara en un libro.
En Quito, que es una crónica que cuenta la historia de una escuela donde se integran personas sordas, había una de las chicas sordas en el público y estaba con uno de los profesores, de los impulsores del proyecto, y había una sensación de que estaban muy emocionados con esto. Pero más allá de eso no he tenido mucha devolución por parte de los protagonistas. Sí de los periodistas, que de repente te cuentan que tal se compró el libro, que leyó la crónica, que está emocionadísimo, que no paran de hablar de eso en el pueblo.
Como editora, ¿hasta qué punto se juega el estilo de escritura propio y se respeta el del redactor?
El editor lo que tiene que hacer no es pensar en cómo lo hubiera escrito él. Estas son todas crónicas en las que yo seleccioné a los periodistas porque los conozco, a muchos los he editado antes, me encanta como trabajan, son de los mejores periodistas de Latinoamérica y son periodistas además habituados a contar historias relacionadas con temas duros, conflictos, narcos, más crónicas latinoamericanas de temas duros. Los elegí específicamente porque no quería que este libro fuera una recopilación de historias ñoñas, ramplonas, de superación y de historias de vida. Estaba en las antípodas de lo que yo quería hacer,
Entonces, cuando vos encargás, contás con que lo que te van a ofrecer te va a parecer muy bueno. Y creo que en ese sentido el editor lo que tiene que hacer es como desaparecer detrás de la escritura del otro. No puede sugerir un estilo que no sea el estilo del periodista ni imponer soluciones que sean las que hubiera utilizado el editor. El momento de la edición es el momento de desaparecer detrás del estilo del otro, por supuesto, haciendo una lectura muy incisiva, muy a fondo, buscando lo que funciona, lo que no funciona, marcando, haciendo sugerencias, etc. Pero las soluciones las tiene que encontrar el autor porque sino, terminás borrando el estilo del otro detrás del estilo tuyo.
“Hay aquí diez historias relacionadas con, entre otras cosas, la innovación, la educación, la ciencia y la tecnología en América Latina, contadas por algunos de los mejores periodistas de la región con el pulso narrativo de las grandes crónicas; historias de gente que lo pasa bien, mal y peor, intentando curar lo que parece incurable, llevar agua donde no la hay, educación donde tampoco, haciendo brotar tecnología en sitios impensados.Crónicas de: Juan Manuel Robles, Arturo Lezcano, Juan Miguel Álvarez, Gabriela Alemán, Sol Lauría, Luján Román Aponte, Joseph Zárate, Miguel Prenz, César Bianchi, Javier Sinay.
Historias que hablan de las cosas extraordinarias que le pasan a la gente común y de las cosas comunes que hace la gente extraordinaria. [...] Este libro no es un libro de científicos ni de maestros ni de investigadores ni de ingenieros, aunque es un libro repleto de científicos y maestros e investigadores e ingenieros.
Es un libro sobre gente que vio, en medio del ruido y la confusión del tiempo presente, lo que nadie había visto: una necesidad, una falta, una carencia. Y tuvo el ingenio, la inteligencia, la ambición y la tozudez necesarias como para hacer algo con eso.”
Leila Guerriero
Gente que hace
De 'Un mundo lleno de futuro' reúne crónicas sobre innovación y gente que cambia la vida de muchos. Compartimos la introducción que hizo Guerriero para "un libro repleto de esperanza sobre el porvenir de nuestra América".
Porque se trata de algo muy obvio, conviene recordarlo: no todo lo que está estuvo siempre. Hubo tiempos en los que no existían internet, ni el teléfono móvil, ni la televisión, ni el cine, ni los autos, ni el papel higiénico, ni el combustible, ni la imprenta, ni los picaportes, ni los aviones, ni las bicisendas, ni las bicicletas, ni las planchitas para el pelo, ni el plástico, ni el agua corriente, ni la aspirina. Hubo tiempos en los que la gente se moría de aburrimiento y de infecciones pasmosas por tan solo haberse raspado una rodilla. Tiempos nada lejanos en los que enfermedades que hoy son crónicas, como la diabetes o el VIH, eran un diagnóstico de muerte segura. En aquellos y en estos tiempos los inventos mayores —la penicilina— conviven con los inventos menores —las maletas con rueditas— y los intermedios —el GPS—, pero es muy difícil evaluar cuán revolucionario es un invento cuando uno es contemporáneo de él, y casi imposible predecir las ondas concéntricas que producirá —o no— expandiéndose hacia los confines de la historia. ¿Cómo saber cuáles de todas las cosas que se inventan hoy son las que nos cambiarán la vida mañana? ¿Cuál será la nueva imprenta, la siguiente vacuna Sabin, el próximo microscopio? ¿Y quiénes son las personas detrás de esos inventos: cómo se les ocurrieron esas cosas, qué desilusiones, desvelos, resistencias, entusiasmos, epifanías y fracasos tuvieron, tienen y tendrán que atravesar para obtener lo que buscan? ¿Por qué, además, no se quedaron en casa, tumbados en el sofá, aprovechando confortablemente los inventos que inventaron otros: la energía eléctrica, la tele?
Formalmente, este es un libro sobre proyectos de innovación. Pero, en verdad, es un libro sobre gente que tuvo una idea.
Un grupo de productores de té en el noreste argentino desarrolla, a partir de tractores tradicionales, cosechadoras de té altamente especializadas a costos razonables. Unos científicos en Perú encuentran un método simple para detectar la tuberculosis en segundos, y no en meses; una chica uruguaya que siempre soñó con viajar al espacio exterior inventa un chip que, colocado en las vacas, ayuda a prevenir enfermedades potencialmente graves en el ganado; un panameño de origen humilde imagina, mientras pasa la aspiradora en la oficina donde trabaja, un aparato que detecta la presencia humana cerca de los gigantescos montacargas de los puertos, y evita así que un mal movimiento de las máquinas aplaste a alguien; un trío de amigos peruanos ve lo obvio —que a nadie le gusta hacer filas interminables para pagar o comprar algo— e inventa una start-up para comprar entradas de cine por internet; unas científicas paraguayas se abocan a la tarea de encontrar medicamentos menos tóxicos para dos enfermedades de las que casi nadie habla y que afectan a buena parte de la población de su país, el mal de Chagas y la leishmaniasis; un grupo de científicos argentinos y cubanos desarrollan una vacuna contra el cáncer de pulmón que no cura, pero que permite una sobrevida de dos años en pacientes que ya han agotado todos los tratamientos disponibles; una mujer brasileña funda en 1959 en Santa Rita de Sapucaí, una ciudad pequeña de Minas Gerais, la primera escuela de América Latina destinada a formar técnicos en electrónica, y seis años más tarde, en la misma ciudad, se funda un instituto pionero en la formación de ingenieros eléctricos con especialización en telecomunicaciones y electrónica, y luego se instala una facultad de informática, y la ciudad deviene un Sillicon Valley brasileño: menos de cuarenta mil habitantes y ciento cincuenta empresas de tecnología, todas producto de ese efecto dominó educativo que termina produciendo un círculo virtuoso.
Este es un libro sobre gente que hace. Y a la que no todo le sale bien. Los productores de té pueden cosechar su té más eficazmente gracias a las cosechadoras diseñadas por ellos, pero el problema de fondo sigue siendo el mismo de toda la vida: los grupos monopólicos que producen, venden, distribuyen y exportan té y que los aplastan con su poderío. Los trabajadores de una escuela para sordos en una de las ciudades más pobres de Ecuador se esfuerzan para que más chicos sin audición se transformen en personas autosuficientes, pero se topan contra los prejuicios de los habitantes que la llaman «la escuela de los mongolitos».
Hay aquí diez historias relacionadas con, entre otras cosas, la educación, la ciencia y la tecnología en América Latina, contadas por algunos de los mejores periodistas de la región con el pulso narrativo de las grandes crónicas; historias de gente que lo pasa bien, mal y peor, intentando curar lo que parece incurable, llevar agua donde no la hay, educación donde tampoco, haciendo brotar tecnología en sitios impensados. Historias que hablan de las cosas extraordinarias que le pasan a la gente común y de las cosas comunes que hace la gente extraordinaria.
«Cuando los parásitos invadieron a Francisco López, la sensación de asfixia fue absoluta —escribe la periodista paraguaya Luján Román Aponte en su texto sobre las científicas que, en su país, intentan desarrollar un medicamento menos tóxico para el mal de Chagas y la leishmaniasis—. El hígado y el bazo inflamados dañaron el estómago y le comprimieron los pulmones. Era 24 de noviembre de 2015 cuando el hombre de veintiocho años, estudiante de bioquímica en la Universidad Nacional de Asunción, Paraguay, se desmayó al llegar a su casa. Despertó en el Instituto de Medicina Tropical, el mayor centro de referencia de enfermedades parasitarias del país, pero nadie sabía qué hacer.
Los médicos creían que tenía meningitis o tuberculosis, hasta que encontraron su organismo repleto de parásitos leishmania hasta en la médula. Francisco López entró al hospital pesando 84 kilos y salió un mes después, el día de Nochebuena, pesando 56, luego de haber sido tratado con dosis diarias de anfotericina liposomal. Desde entonces, regresa al hospital cada veintiún días para administrarse durante ocho horas la anfotericina B desoxicolato, vía intravenosa, una droga que tiene un enorme rosario de efectos adversos: fiebre, escalofríos, temblores, cefalea, vómito, dolores musculares. Son, en total, diecisiete dosis que se aplican para tratar el tipo de leishmaniasis que tiene, leishmaniasis visceral, una enfermedad que puede llevar a la muerte si no se la trata a tiempo».
Después de salir de un banco con uno de los productores de té del noreste argentino a quien está entrevistando, el periodista Miguel Prenz escribe: «Néstor Dallagnese recupera su tamaño recién en la vereda. El mediodía de este viernes es gris, pero las nubes se mueven y la tarde será puro sol.
—A veces me pregunto cómo hacemos para mantenernos, porque se hace muy difícil —dice, ya en la Toyota blanca—. Es como decimos siempre: nosotros seguimos porque hacemos esto de toda la vida, porque es lo que queremos hacer. Yo estudié acá, en Oberá, el profesorado en educación tecnológica en la Universidad de Misiones, pero antes de terminar me volví a la chacra para trabajar en el té con Claudio, como Papi, como el abuelo».
«Quienes han sobrevivido, evocan el tratamiento como una de las peores experiencias de sus vidas —escribe el peruano Juan Manuel Robles, en un texto sobre los estragos que hace la tuberculosis en su país, y sobre los esfuerzos de los científicos que desarrollaron un método de detección temprana de la enfermedad—. El recuerdo, muchas veces, viene en conexión con olores y sabores. Aquilina tomaba la isoniazida con cebada y hoy no puede ver ni en pintura el refresco, por que le da náuseas. A José Luis el PAS —ácido paraaminosalicílico— le dejó asco eterno a la limonada. Susan hizo su tratamiento fuera del país y solo había llevado un perfume consigo, así que lo usó durante esos meses. Hoy está condenada a que el H2O de Carolina Herrera le despierte el recuerdo instantáneo de esos tiempos y por eso odia la fragancia. Kiara dice que tenía que triturarle las pastillas a su hija para que las soportara. Dos tomas en la mañana. Dos en la tarde. En el Año Nuevo de 2012, Susan intervino una fotografía suya y dibujó un insecticida rociándole los pulmones. Así se veía y así se sentía».
El colombiano Juan Miguel Álvarez cuenta cómo un pozo de agua permite que un grupo de guajiros ya no tenga necesidad de caminar kilómetros para conseguir unos pocos litros y acarrearlos trabajosamente de regreso. En la crónica de la argentina Sol Lauría, Luis Ricardo Oliva Ramos, un panameño de origen muy humilde que hizo gigantescos esfuerzos para estudiar y que inventó un dispositivo que hoy se usa en los puertos de todo el mundo, dice, en medio de su vida hiperkinética: «Yo igual me puedo morir mañana, y ya soy feliz». Arturo Lezcano describe así la ciudad de Santa Rita do Sapucaí, y su enorme transformación:
«El lugar continúa siendo el mismo, pero mucho más poblado: si en 1986 había veinte mil habitantes, en 2016 hay el doble. De las diecisiete empresas pioneras se ha pasado a 153 tres décadas después; de los dos millones de reales de facturación anual iniciales a tres mil; de cuatrocientos empleos a catorce mil, de doscientos productos a trece mil. Y todo desde el mismo valle del interior que alguien idealizó plasmando en el escudo de la ciudad un lema bucólico extraído de las Odas de Horacio: «Angulus Ridet», «el rincón feliz». Resulta más prosaica, pero se ajusta más a la realidad, la imagen del cerro del Cruzeiro: café, leche y antenas».
La ecuatoriana Gabriela Alemán cuenta así su llegada al colegio donde se enseña a chicos sordos de muy bajos recursos: «Y entonces me di cuenta de que, más allá de lo que hubiera sucedido —¿una tragedia, un robo?— lo más raro era el silencio. Todo parecía transcurrir en el vacío. Era un silencio que yo jamás había experimentado en presencia de tanta gente: un silencio interrumpido apenas por sonidos guturales o chillidos sin modulación. El silencio de la selva en la noche, no el de un patio de colegio repleto de niños y adolescentes. Y también estaba la quietud: para comunicarse, dos sordos tienen que mirarse, ver los gestos y las señas de su interlocutor. Si alguien más quiere intervenir, tiene que posar su mano sobre el hombro del otro para llamar su atención. Y eso no se puede hacer si estás corriendo, o si estás lejos, o si te mueves mucho. De modo que todo aquel patio, sumido en un silencio a media voz, parecía una película a la que le hubieran quitado la música».
El peruano Joseph Zárate narra el surgimiento de una start-up con la épica de un combate de gladiadores: «Durante todo ese año, Cinepapaya no vendió más de cien entradas al día, hasta que en mayo de 2013, cuando se estrenó Asu Mare, la película más taquillera de la historia del cine peruano, vendieron mil entradas en un solo día. Ese hecho cambió para siempre la vida de la empresa. La noche del estreno, el equipo se quedó en la oficina que tenían hasta la noche, vigilando las ventas de tickets. Antes de irse, Manuel Olguín vio el marcador: iban a cerrar el día con 999 entradas vendidas. Entonces, maniático como es con las cosas incompletas, compró la entrada numero mil y se fue a dormir a casa. Desde entonces, los tres socios dejaron todo lo demás para dedicarse a su propia compañía».
El uruguayo César Bianchi empieza su texto literalmente por el principio, contando el nacimiento de la vocación de la protagonista de su historia: «En la vida de casi todos los seres humanos hay un momento en que dejan de ser lo que eran para empezar a ser otros. A Victoria Alonsoperez eso le pasó os veces. La segunda vez fue en 2012, cuando, buscando el sitio web de la Unión Internacional de Telecomunicaciones para presentar un trabajo acerca de la regulación de los satélites, encontró allí, de casualidad, una convocatoria a jóvenes innovadores con ideas productivas para solucionar problemas en su región. Así nació Chipsafer. La primera vez tuvo lugar mucho antes, cuando Victoria todavía tenía dientes de leche. El recuerdo es tan vívido que lo evoca en cuanta entrevista le hacen (y le han hecho decenas). Su padre, Daniel Alonsoperez, contador, trabajaba una noche en unas planillas enormes llenas de números. Ella, curiosa, le preguntó para qué servían esos números. Su padre tuvo una idea didáctica, que resultó profética: la llevó hasta la ventana del apartamento en el que vivían, un sexto piso de un edificio en la ciudad de Montevideo, Uruguay, y le mostró la luna. Ella quedó fascinada con esa cosa redonda y blanca, fosforescente. Su padre le preguntó cuántos números conocía. Ella empezó a mirarse los dedos de la mano y contó hasta diez con dificultad. "Bueno, ¿viste la luna allá? El hombre llegó a la luna gracias a la correcta combinación de dos números: el cero y el uno". Victoria dice hoy que con apenas cuatro años entendió la metáfora. Y que supo que quería dedicarse a hacer naves aeroespaciales para ir a la Luna. Aunque esa noche de octubre de 1992 su madre rompió el embrujo llamándolos para la cena, ella quedó hechizada para siempre».
Este libro no es un libro de científicos ni de maestros ni de investigadores ni de ingenieros, aunque es un libro repleto de científicos y maestros e investigadores e ingenieros. Es un libro sobre gente que vio, en medio del ruido y la confusión del tiempo presente, lo que nadie había visto: una necesidad, una falta, una carencia. Y tuvo el ingenio, la inteligencia, la ambición y la tozudez necesarias como para hacer algo con eso.
Y se hizo el agua, y se hizo la luz
Fragmento del reportaje del colombiano Juan Miguel Álvarez sobre como llegó el agua a una región de La Guajira
“Siempre quema el mismo sol incandescente en un cielo inmóvil. Los cactus con formas de candelabro son la única protección. A veces crecen entreverados entre matorrales lánguidos de hojas escasas, pero casi todos se ven solitarios sobre la vasta planicie parda. Es el desierto de La Guajira, en el extremo norte de Colombia. Una esquina peinada todo el año por los alisios y la brisa oceánica.
Rodeado por el mar Caribe, es el lugar más seco del país. Solo un río lo atraviesa, el Ranchería, y la temperatura promedia los treinta grados, pero hay horas en que puede ascender a más de cuarenta. Hay dos temporadas de precipitaciones: una de chubascos y tímidos aguaceros en marzo, abril y mayo; y unas semanas de lluvia torrencial y tempestades entre octubre y noviembre. Los demás meses no cae una gota y el agua se convierte en el bien supremo.
Este territorio tiene tres municipios: Maicao y Manaure, cuyos ecosistemas son semiáridos, con acuíferos a cincuenta y doscientos metros de profundidad que permiten que crezcan arbustos, hierba y algunos árboles; y Uribia, cuyo ecosistema es árido sahariano de dunas y ventiscas de arena dorada, y donde no se ve una sola mata. La población de estos tres municipios es una mixtura de razas: predominan los indígenas wayúu, le siguen los mestizos, los afro y una abundante colonia árabe.
Para entrar a este desierto hay que recorrer la carretera que parte de la ciudad de Riohacha y avanza por la media y alta Guajira. Una línea recta que se pierde hasta donde alcanza la vista. A los lados de la ruta las señales de tránsito anuncian el nombre de un sector o de una comunidad. Algunos están en español, pero la mayoría están en wayuunaiki, la lengua madre de los wayúu.
A siete kilómetros del municipio de Maicao se encuentra el acceso a una comunidad llamada Kasichi. Una vez la camioneta abandona la carretera principal, pavimentada, se interna por un tejido de caminos indescifrables. Un arbusto despelucado puede ser la referencia que indique que hay que hacer un giro a la derecha; un montículo de arena, otra que recuerde que allí hay que ir hacia la izquierda. Bill Weaver, director de la oenegé Aguayuda, maneja la camioneta. Con él van otros activistas de Aguayuda y una delegada de Colciencias, el órgano estatal que fomenta la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación en Colombia. Pese a las tantas ocasiones en que Weaver ha visitado esta comunidad, yerra el camino. El arbusto o el montículo ya no están allí; el paisaje ha mutado por el viento, y no quedan referencias conocidas. Tras varios desvíos y después de haber caído en una cuneta, la camioneta llega a un solitario paraje en el que hay una caseta de puntales sin acerrar y techo de zinc junto a un sofisticado sistema tecnológico con paneles solares, tubería, tanque y grifos. A este sitio se lo conoce como el «Pozo de Kasichi» y es aquí donde las comunidades se abastecen de agua potable.
Javier Iguarán, de 43 años, está allí, al pie del pozo. Es graduado en Derecho, y uno de los líderes wayúu más conocidos. Sonriente y cordial, viste sandalias, jeans y una camiseta roja de cuello y botones. Obeso, de baja estatura y paso lento, conserva la fisonomía promedio de su pueblo: manos anchas, brazos cortos, ojos pequeños y nariz carnosa. Tres matronas aguardan en la caseta. Una de ellas teje a dos agujas y mira a los visitantes por encima de la montura de las gafas. Las tres usan el atuendo femenino de los wayúu: un enterizo suelto de colores vistosos que cae hasta los tobillos llamado «wayuusheín» y el pelo protegido por una pañoleta. Cuando Bill Weaver le dice que se ha perdido antes de llegar, Javier dice:
–Es un laberinto. El que no sepa cómo llegar puede coger un desvío que lo interne hasta el desierto más profundo. Y ahí sí se puede perder.Traducido al español, Kasichi no significa nada. Era el nombre de una laguna o jagüey que se secó hace rato. Poblada por trece familias, esta comunidad es vecina de La Parcela y de Wayuuma’na. Entre las tres, hay unas cincuenta familias, trescientas personas. A diferencia de otros pueblos indígenas de Colombia que han integrado sus residencias y recintos ceremoniales en caseríos, las familias wayúu viven alejadas unas de otras. Una casa puede estar a cien metros de su vecina más próxima. La suma de diez o veinte casas de familias emparentadas constituyen una «ranchería».
El pozo es un lugar accesible desde las tres comunidades. Las casas más cercanas están a una cuadra de distancia, pero hay otras que se encuentran a más de un kilómetro. Sin que la distancia importe mucho, las familias vienen casi a diario para aprovisionarse de agua.
El tanque es flexible y se asemeja a un colchón gigante de plástico verde aguamarina que se hincha a medida que se llena. Puede llegar a tener el tamaño de un microbús. De uno de sus extremos se desprende la tubería principal, con llave de paso. Ahora, Javier se agacha y abre un grifo auxiliar. Un chorro potente comienza a regar el suelo.
Pero nosotros no la tomamos de aquí. La tomamos de allá.
Señala tres cajones altos, junto al tanque: los filtros, cada uno, con grifo.
–Es el agua que tenemos aquí –dice, entusiasmado–. Casi no tiene sal y así, sin filtrar, es potableAl otro lado de una reja metálica que protege el tanque, están la planta de energía solar, dos sanitarios secos y dos mecanismos artesanales para lavarse las manos llamados tippytap. La planta se eleva unos dos metros y medio sobre columnas metálicas. Es una plancha inclinada de celdas solares que genera la energía necesaria para extraer el agua del subsuelo. Los sanitarios funcionan con aserrín y el dispositivo permite extraer de manera higiénica la materia fecal y llevarla a un depósito de compostaje. Los tippytap son dos soportes en madera clavados en la tierra que sostienen un tarro de agua perforado en la parte superior; otra vara de madera, puesta en diagonal al suelo, está sujeta al tarro por una cuerda. Al pisar esa vara, el tarro gira cabeza abajo y deja caer el agua justa para lavarse las manos. El jabón cuelga dentro una bolsa. Además, la comunidad cavó un lago de unos tres metros de diámetro que es nutrido las veinticuatro horas por una manguera. Protegido por árboles bajitos, es el abrevadero de los animales domésticos: cerdos, pavos y ganado. Y un oasis artificial para las aves.
–Si alguien quiere venir a ayudar a una comunidad wayúu con el agua –dice Bill Weaver, serio, con su español de gringo recién llegado–, tiene que tener en cuenta a los animales. Son lo más importante para los indígenas. A veces he sentido que la comunidad recibe mejor algo para los animales que para ellos.En Colombia, los wayúu suman más de 270 mil personas, el 20% de toda la población aborigen. Y como ocurre con los demás pueblos ancestrales, tienen los bolsillos vacíos. Unos cuantos han acumulado algún capital con el contrabando marítimo y fronterizo, pero la mayoría se dedica a la crianza de animales de corral y ganado. Caballos, vacas, burros y mulas son los de mayor valor, y quien más cabezas posea más estatus adquiere. La cabra es el animal más importante: es su principal fuente de alimento, y un objeto de intercambio para refrendar un compromiso de matrimonio, compensar si se le ha hecho un daño a alguien o cerrar acuerdos. Una familia promedio puede llegar a pastorear rebaños de cien cabezas.
–Si alguien quiere venir a ayudar a una comunidad wayúu con el agua [...] tiene que tener en cuenta a los animales. Son lo más importante para los indígenas.Pero antes de tener el Pozo de Kasichi, las familias de estas tres comunidades padecían enormes dificultades para acceder al agua. Tenían que desplazarse hasta las fuentes de comunidades vecinas, en las que les permitían tomar muy poco de un agua que, además, no estaba en buenas condiciones. En un molino de Sharimana, situado a más de un kilómetro de distancia, podían recoger solo dos pimpinas por familia –cada pimpina contiene 20 litros– de un tanque lamoso. Si necesitaban más, les tocaba caminar otro kilómetro hasta una alberca comunitaria en Maicaíto, de la que podían cargar no más de una pimpina por familia. Si alguien necesitaba aún más agua, debía viajar hasta el municipio de Maicao y con suerte encontrar un carrotanque que la suministrara gratis. De lo contrario, debían comprarla en tiendas.
–Era muy difícil todo –dice Javier–: caminar kilómetros con este sol y luego devolverse cargando el agua. Y si tocaba ir a Maicao, se le iba todo el día a uno.Sin embargo, las agencias internacionales ven en Colombia a un país en el que abunda el agua. Y es verdad. Salvo en La Guajira. Cuando se establecieron los Retos del Milenio a mediados de la década del noventa, Colombia reportó que al menos el 80% de su población accedía al agua potable. El 20% que faltaba se encontraba, sobre todo, en este desierto. Años después, los países en vía de desarrollo se propusieron como meta que, en 2050, el 99% de su población podría beber agua potable en sus casas. Lo más seguro es que ese 1% que falta por incluir, en Colombia se encuentre sobre todo en La Guajira”.
Fuentes: AdEPA, Arcadia