sábado, 16 de julio de 2016

Tomás Eloy Martínez según sus siete hijos

Tomás Eloy Martínez nació el 16 de julio de 1934. En este nuevo aniversario de su nacimiento, Fundación TEM lo homenajea a través del testimonio de sus afectos más cercanos. Tomás Eloy (h), Gonzalo, Ezequiel, Paula, Blas, Javier y Sol Ana -algunos viviendo en el país, otros en el exterior- evocan al escritor, que también era su papá
Por: Ivana Romero*
“De los muchos recuerdos que tengo, uno está asociado a la búsqueda de su consejo cuando estaba pasando un complejo momento en mi vida personal. Estaba muy desorientado en lo afectivo y eso significaba terminar un matrimonio de muchos años. Mi viejo, que tenía ya varios matrimonios encima, me dijo: ‘Tomy, por una vez tienes que ser egoísta y pensar solo en vos, hacer lo que quieres; de no hacerlo corres el riesgo de arrepentirte toda tu vida’. Fue así que tomé la decisión de separarme y mirando hoy hacia atrás, le doy gracias por ese sabio consejo.

Otro de los recuerdos fue cuando él ya sabía que se acercaba su final, situación que tomaba con un humor negro tremendo. Un día estaba en su departamento de la avenida Pueyrredón y me dice: ‘Tomy, hay que buscar el sitio donde voy a estar una vez que me vaya de este mundo. Solo te doy dos condiciones. Una, que esté cerca de donde está enterrada Susana (Rotker) y la segunda, que le dé el sol para que ustedes cuando vengan a visitarme puedan disfrutar de su calor y así poder quedarnos un rato conversando’. Me puse en campaña y finalmente le presenté el lugar elegido, que donde descansa hoy, en Pilar. Cuando acordamos dónde sería, me dijo: ‘¿Cuántos entran allí, hay lugar para todos? Te imaginás las jodas que nos vamos a mandar’.

Viejo querido, te cuento que el último Día del Padre puse nuestra foto en la mesa del comedor, ésa que miro todos los días, donde estamos juntos con el mar de fondo. Levanté una copa para brindar juntos y agradecerte todo lo que me diste y me enseñaste. Quiero decirte que te recuerdo a cada momento y que te extraño a horrores. Hoy, sin importar donde estés, me seguís dando sabios consejos. ¡Feliz cumpleaños, viejito querido!”. (Tomás Eloy, h)

“Era 1977. Yo tenía 18 años y papá se había exiliado hacía un par de años en Venezuela, cuando se fue huyendo de la Triple A. El exilio se prolongaría con los militares. Yo me fui con él y luego de un tiempo me fui a probar suerte a Europa sin un mango aunque tenía amigos entrañables. Y terminé llegando a París.

Él viajó en cierto momento para coordinar distintas corresponsalías. Yo, muy contento, lo invité a que viniera al departamento que tenía junto a algunos compañeros. El reencuentro tras algunos meses fue muy emocionante. Con mis amigos, le preparamos una agradable cena y luego de su viaje, cansado, me pidió permiso para pegarse una ducha. En ese momento surge un problema porque el departamento que compartíamos con los muchachos era al mejor estilo francés: o sea, sin ducha.
Entonces le facilité unas toallas y un balde para que se higienizara en la cocina, como acostumbrábamos nosotros. Mi viejo, con la mejor de las sonrisas y su excelente humor –que no perdía nunca-, me dijo que por cuestiones de comodidad se mudaría a un hotel al otro día. Y así lo hizo.

Entonces lo llamé para ver cómo estaba. Me dijo que estaba cómodamente instalado en un hotel que incluía baño de inmersión. La verdad es que eso me produjo mucha tentación y le pregunté si podía ir a bañarme con mi novia de entonces. Él, con su generosidad de siempre, aceptó amablemente. Yo no sé si su sorpresa fue mayor al saber que yo no tenía baño o al verme llegar con cinco amigos, que tampoco pudieron resistir la tentación: terminamos todos haciendo fila para usar el baño de inmersión.

Siempre me recordaba la anécdota. Y no parábamos de reírnos cada vez. Era un caballero frente a la adversidad de los otros, un dulce el cual no dejo de extrañar”. (Gonzalo)

“Hay una frase que aparece de manera intermitente en algunos textos de mi padre, pero que en sus diferentes variantes asoma con una curiosa insistencia: ‘Nos pasamos la vida buscando aquello que ya hemos encontrado’. Muchas veces me quedé pensando en qué me parezco a él, hasta que descubrí que una de las cosas más llamativas que heredé no pasaba por ciertos rasgos físicos, el color de sus ojos o la vocación por el periodismo. Aunque siempre tuve la evidencia delante de mí, hasta hace poco no había advertido que además mi padre y yo tenemos exactamente la misma letra.

La revelación me sorprendió revisando unos viejos documentos y desgrabaciones en los que yo lo había ayudado con sus trabajos de investigación. De repente no supe descifrar si algunas notas al margen eran suyas o mías. No soy grafólogo, pero al comparar nuestras letras de tamaño minúsculo, encontré las mismas vocales alternadas entre su formato manuscrito o de imprenta (según el lugar donde cayeran dentro de la palabra), las m y las n achatadas, las consonantes incompletas, las mayúsculas de silueta infantil…

Mi letra y su letra comparten un gen que hasta involucra una idéntica fascinación fetichista por la tinta negra. ‘Si alguna vez encontrás un libro con una dedicatoria mía en otro color, es falsa’, me dijo una vez. Lo que nunca me advirtió es que también iba a descubrir en su letra estados de ánimo, las respiraciones ocultas dentro de cada palabra, la fuerza de gravedad de las ideas que se le cruzaban en cada trazo. Entendí, de un modo inquietante y a la vez estremecedor, que los ecos de su grafía me devolvían imágenes de él mismo, como si estuviera observándolo a través de distintos retratos.

Como en las fotos, su letra también fue envejeciendo, resistiendo los golpes de una enfermedad insolente. En las últimas notas de sus libretas de apuntes -donde podía anotar tanto el final de una novela como la lista de las compras, todo en la misma página-, se percibe la manera en que las letras se le van desmoronando, la ruta ciega que toman las palabras mientras se van cayendo de los renglones.

No me gusta esa letra, porque tiene la forma de cualquier cosa, o de nada. Prefiero ver la de siempre, esa en la que me parezco más a él”. (Ezequiel)

“Lo que tengo muy presente de mi papa es su humildad. Además siempre fue una persona alegre, nunca lo vi de mal humor o enojado. Aun en la distancia él tenía conexión permanente con nosotros, cuidando que sus hijos estuvieran juntos.

A él le gustaba que yo le cocinase. Le gustaban los ñoquis caseros, el matambre, las empanadas tucumanas. Cuando nos juntábamos, íbamos a comer a bodegones porque prefería las cosas sencillas.
Quizás porque soy mujer, él buscaba en mí la parte más tierna y contenedora. Cuando le detectaron la enfermedad que se lo llevaría, estaba asustado y me llamó. También cuando falleció Susana (Rotker) me pidió que fuera yo quien le transmitiera la noticia a mis hermanos.

Cada vez que venía de visita y después lo llevábamos a Ezeiza, le contaba historias novelescas a mis dos hijos, sus nietos. Si era de noche, les decía que mirasen los ventanitas de los edificios. ‘Ahí vive una señora que hace esto y lo otro’, ‘Ahí vive un señor que tal cosa’: les inventaba historias todo el viaje.

También era un seductor con todo el mundo. Siempre te decía lo que querías escuchar. ‘Pero qué lindo te queda ese vestido, qué bien te sienta ese color’… Te hacía sentir única. Pero también tenía momentos para cada uno de mis hermanos, para hacer sentir único a cada uno.

Cada tanto contaba la historia de cuando había estado con Jonh Lennon y Paul Mc Cartney. La verdad es que habían coincidido en el estreno de una película en Londres. Pero cuando volvía con esa historia, yo fantaseaba con él sentado en medio de John y Paul”. (Paula)

“Tardé muchos años en entenderlo. No es algo que un hijo pueda asimilar fácilmente. Pero cuando lo comprendí, luego de esas grandes peleas que uno tiene en la adolescencia, vi a mi viejo desde una perspectiva completamente diferente. Mi padre amó escribir más que a ninguna otra cosa en el mundo. Gestó sus libros, los crió, y cuando finalmente crecieron, los dejó libres, aunque le costara.
Creo que las personas no somos plenamente felices durante prolongados períodos de nuestra vida. No es algo que suceda continuamente. Aún así, mi viejo fue feliz en cada uno de esos instantes en los que se sentaba a escribir. La última vez que lo vi consciente, estaba frente a su computadora. Su cuerpo ya no le respondía, pero ahí estaba, escribiendo una novela, tecla por tecla, como si cada letra recorriera todo su cuerpo, luchando por salir. Él sabía que jamás iba a terminar esa novela. No importaba. Lo que valía la pena era el acto de escribir.

No fue fácil convivir con sus personajes, con sus invenciones. Siempre tuve la sensación de que cada vez que hablaba con él, su mente se encontraba creando un universo nuevo. Quizá mi padre no creía demasiado en la realidad. Más bien, era su materia prima. Su vida, tal cual nos la contó, fue una novela perfectamente estructurada en la que él había sido un notable jugador de rugby en Tucumán (deberían haberlo visto intentar correr siquiera), o se había recibido a los 21 años en letras luego de haber hecho un año de derecho (jamás encontramos un título), o había rechazado a la actriz danesa Anna Karina en el Festival de Mar del Plata (ningún hombre en su sano juicio lo hubiera hecho y mucho menos mi padre, suponiendo que Anna Karina lo hubiese mirado). Nadie se atrevió a refutarle esas perfectas construcciones. Todos las disfrutábamos terriblemente, porque, en gran medida, a través de ellas lo conocíamos a él.

Hay otro recuerdo que tengo muy presente. Sucedió dos semanas antes de su muerte. Hace poco más de seis años, todos los hermanos Martínez nos llevamos a mi viejo a Mar de las Pampas. Mis suegros nos habían prestado su casa durante una semana para que papá pudiera ver el mar rodeado únicamente por sus afectos. Fueron cuatro o cinco días en los que lo cuidamos y estuvimos mucho tiempo con él. Apenas podía moverse o gesticular, pero su humor, una de las cosas que más extraño de él, estaba intacto. Hasta se podía adivinar claramente la sonrisa en su rostro.

Hay varias anécdotas de esos días. Contaré sólo una: el operativo para llevarlo a la orilla del mar no fue fácil. La distancia que hay entre el lugar donde se puede dejar el auto y la orilla es muy larga y a papá había que cargarlo entre todos. Ahora bien, mi viejo estaba enfermo, pero su apetito no había menguado. Sus gin tonic con papas fritas eran un ritual inquebrantable y no era un hombre flaco. De los siete hermanos, dos son mujeres. Los cinco restantes, estábamos (y estamos) muy maltrechos y ajados. Con esa enorme desventaja, le hicimos frente a la naturaleza. Lo pusimos en una silla y emprendimos el contacto con el agua. No sé cuántas paradas hicimos, pero llegamos. Extenuados. Lo dejamos en la silla como para que él pudiera ver el mar. Nos pidió que lo acercáramos un poco más, para poder tocarlo. Con nuestras últimas fuerzas, dejamos la silla bien cerca del mar, para que el agua le mojara apenas las manos extendidas sin mojarse todo. Así lo dejamos mientras todos tomábamos aire. A los pocos minutos el viejo nos hizo señas. Nos acercamos para poder oírlo. Entonces dijo: ‘Listo, ahora me quiero ir a seguir escribiendo’ “. (Blas)


“En el ’98 me fui a pasar una temporada a Nueva Jersey, donde vivía mi papá en ese momento, para estudiar inglés. Y al fin me quedé hasta 2001 y terminé estudiando Geografía Humana. La carrera se llama así. Está vinculada a la sociología. Quien me llevó a ese interés fue Tomás porque con él, siempre teníamos necesidad de descifrar el universo. Y lo hacíamos a través de mapas. A él le encantaba la cartografía. De hecho, los personajes principales de Purgatorio son una pareja de cartógrafos. Él tenía una mapoteca importante, le gustaba tener mapas de cada lugar que había visitado en una época donde no existía ni Internet ni el GPS del modo en que existen ahora y los mapas físicos eran un orden posible para no perderse.

Algo más. El personaje principal de Purgatorio se llama Simón, como mi hijo. Nunca hablamos de eso pero creo que son como pequeños signos que él fue dejando”. (Javier)

“A partir de mis 14 años, cuando falleció mi madre, Susana, mi padre me cuidó como papá y mamá. Por un tiempo vivimos los dos solos sintiendo una ausencia enorme, aunque nos fuimos acostumbrando a vivir así. Durante el resto de su vida él me cuidó con amor y paciencia, aunque sé que de vez en cuando le costaba. Me enseñó a andar en bici y a jugar al ajedrez. Luego, ya adolescente, me llevaba todos los años a comprar ropa y celebraba mis sesiones de maquillaje aunque fueran un desastre. Me enseñó a manejar, aunque él mismo manejaba tan mal que me daba miedo. Una vez me contó que estando solo en su auto se dio cuenta que iba como a 150 kilómetros por hora, y que cerró los ojos para sentir la sensación de la velocidad. ‘Lo hice manejando solo’, me subrayó. Eso era obvio. Mi papá nunca me hubiera puesto en peligro.

En la escuela me fue muy bien con mis amigos y con mis novios, pero como a todos los adolescentes, siempre me estaba pasando algo. Cada vez que me peleaba con un novio y llegaba a casa llorando, él paraba todo y trataba mis llantos como una tragedia de muchísima importancia. Cada vez que me peleaba con una amiga, él me preguntaba cada detalle porque le encantaban los chismes. Y mientras mi vida social transitaba esos años inolvidables, en mis estudios no me iba nada bien. Un año decidí tomar clases de japonés. No me llevaba bien con la profesora y empecé a recibir notas muy bajas. La directora de mi secundaria me avisó que iba a tener que repetir todo el curso. Llegué a casa llorando, y al día siguiente mi papá me acompañó a la escuela para hablar con la directora y con la profesora de japonés. Les dijo que yo no iba a tener que repetir ese curso. Que él también era profesor y nunca en su vida le había tenido que poner una ‘F’ (F de ‘Fail’) a un estudiante. Que si el estudiante fracasa es porque el profesor fracasa. Lo miraron con miedo y no dijeron nada. No tuve que repetir japonés.
Mi papá me enseñó muchísimo en los 24 años que lo tuve vivo y me sigue enseñando todos los días. Me enseñó a ser orgullosa y a defenderme. Me enseñó a tomarme en serio y a reírme de mí misma. Me cuidó como mi papá y mi mamá con mucho amor. Dentro de dos meses yo voy a ser mamá. Sé que le voy a dar mucho amor a mi hijo, su nieto, porque esto también es algo que aprendí de mi papá”. (Sol Ana)

(Los testimonios se publican según el orden de nacimiento. Fundación TEM quiere agradecer especialmente la disposición de todos y cada uno de los mencionados para la realización de este trabajo. Los datos biográficos de TEM se puede consultar aquí).

La foto que acompaña este texto fue tomada el día que TEM cumplió sesenta años, en la entrada de su casa en San Telmo. Fue la primera vez que pudo celebrar su cumpleaños junto a todos sus hijos. Dice la leyenda que la imagen fue tomada por un vecino que pasaba en ese momento por el lugar. De izquierda a derecha: Tomás Eloy (h), Gonzalo, Ezequiel, Paula, Javier, Tomás Eloy, Sol Ana y Blas).

Foto: Archivo personal familia Martínez / Archivo Fundación TEM
*Responsable de Comunicación y contenidos de la Fundación TEM
Fuente: Fundación TEM