Por: Sebastián Lacunza, @sebalacunza
Que un ser violento, precivilizado, anida en muchos argentinos no es una novedad de la cual nos enteramos en la última semana. Cabría remontarse décadas o siglos, en el país o en el mundo, para registrar antecedentes de homicidios o agresiones cometidos en masa por variadas causas. Por hablar de casos al alcance de la memoria de todos, se anotan el ataque en banda al militante del PRO que, en medio de un cacerolazo opositor en 2013, intentó convencer a sus compañeros de que no había que destrozar el Congreso; o los permanentes incidentes de salvajes del fútbol que quieren matar a quien tiene puesta la camiseta del rival; o la turba en acción en algún barrio cerrado (allí donde el “Estado está ausente” por voluntad de los que habitan) contra algún malhechor que saltó el muro, todo un síntoma de época que quedó registrado con lucidez en la película mexicana “La zona” (2007).
Antes de pensar en los resortes sociales, dirigenciales o mediáticos que disparan estas acciones, no hay que perder de vista cuál es la responsabilidad y la integridad moral de individuos que forman parte de una sociedad y deciden amontonarse para ejecutar en el acto a un sospechoso de un robo. Que existan muchos sujetos con estas características conviviendo entre nosotros, que además se sienten orgullosos de su violencia y su cobardía y que gritan como si fueran mayoría, habla de una degradación social a la que corresponde describir sin maquillajes. La Argentina que tenemos tiene este costado siniestro, incluida la pobre respuesta de la dirigencia política ante esta realidad (ver editorial). Si a la hora de abordar los linchamientos ante una cámara de televisión, una parte de nuestros funcionarios y legisladores se muestran medrosos (en el caso de los que se presumen progresistas), o directamente los justifican (si se trata de los que no tienen inhibiciones ideológicas), cabe imaginar que la moral media de los políticos argentinos no es superior a la del resto de la sociedad. Entre esa legión de dirigentes que no se animan a contradecir a entrevistadores televisivos que apenas manejan un par de conceptos intelectuales y éticos, sobresale uno por su sagacidad. Desde mediados de 2013, viene siendo el que golpea primero y con mayor eficacia, como quedó especialmente expuesto en el debate sobre el Código Penal, un tema no lejano a los linchamientos (algunos de los que participaron en ellos argumentaron que “con las nuevas leyes, -los supuestos ladrones agredidos- saldrían en libertad”). Para el resto de los políticos que le van a la zaga, será cuestión de contratar mejores asesores de marketing.
Otro actor primordial en la deriva linchadora es la televisión pero, a diferencia de los políticos, los que golpean y los golpeados, la pantalla no admite espacio para la crítica. Los apocalípticos de la teoría de la comunicación que no encuentran remedio a la voraz y autocelebratoria TV se harían un festín si observaran estos días que los canales argentinos transitan entre la omisión absoluta de un análisis sobre su propio papel a la negación indignada de toda responsabilidad porque ellos muestran “lo que le pasa a la gente”.
La televisión argentina es particular. Existen no menos de siete supuestos canales de noticias –cifra difícil de hallar en otra ciudad del mundo- y cuatro emisoras privadas de aire con sus respectivos noticieros. Con frecuencia, pareciera que no hay ninguno, cuando los canales parecen hipnotizados y a la vez hipnotizan con la transmisión en cadena de un hecho policial o una mera anécdota, que puede ocupar, por caso, la totalidad de un noticiero.
La televisión, como la turba, no se deja contradecir. No importa si las estadísticas marcan que la tasa de homicidios por habitante es estable desde fines de los años noventa, con un pico comprensible en la crisis 2000-2003, y se encuentra en el nivel más bajo de Sudamérica junto a Uruguay y Chile. Ante una cita de este tipo, el director estará siempre dispuesto a un primerísimo plano del rostro de una víctima y el conductor mirará a cámara cariacontecido: “¿Cómo le explicamos a esta mujer que perdió a un hijo que no hay inseguridad en la Argentina?”
En la Argentina hay inseguridad. Sería imposible que no la hubiera en un país que sufrió brutales quiebras económicas periódicas al menos desde 1975 y en el que sus gobiernos, incluido el actual, no se dignaron a democratizar las fuerzas policiales desde 1983. Qué más pruebas se pueden solicitar sobre un sistema carcelario con frecuencia inhumano, disociante, y de la falta de justicia en el país. Otras estadísticas marcan un sostenido aumento de los robos, mientras que el índice de victimización de la Universidad Di Tella mostró en enero que 36% de las familias argentinas dijeron haber sufrido algún hecho delictivo, dos tercios de ellos violentos, contra alguno de sus integrantes en el último año. No es eso lo que está en discusión a la hora de hablar de los linchamientos.
La mayoría de los políticos sucumbe ante la demagogia televisiva que hasta se mete de lleno, sin meditarlo porque no hay tiempo, en discriminaciones aberrantes. Otro papel, se supone, debería tocarle a la prensa gráfica, de mejor tradición en la Argentina a la hora de informar.
Quedó en el recuerdo aquella famosa tapa sobre “la invasión silenciosa” de abril de 2000 en la revista La Primera, una temeraria operación de prensa que apeló a borrarle un diente al denunciado “invasor” extranjero (ver foto). Aquella publicación intentó ganarse un espacio con brulotes de ultraderecha y, al poco tiempo, cerró.
Más cerca en el tiempo, el pasado miércoles, otra publicación transitó el mismo camino, pero ya no por los márgenes sino por el centro de la avenida. El diario Clarín tituló en tapa el miércoles pasado: “Hubo otros cinco casos de palizas de vecinos a ladrones”. Sin el más mínimo matiz, el principal diario de la Argentina, uno de los más vendidos de habla castellana y el que aspira o aspiraba a representar el sentido común de la clase media (¿los vecinos?) decide colocarse en los márgenes, prejuzgar a las víctimas de los golpes y absolver de un plumazo a enardecidos que agreden en masa.
Hay razones para suponer que Clarín eligió ese camino por razones vinculadas a su enfrentamiento con el Gobierno nacional y que el título no representa el verdadero pensamiento de sus responsables. Como sea, es hora de reflexionar sobre los límites del discurso público en el país. El citado fue un ejemplo importante pero estuvo lejos de ser el único que se puso del lado de los “vecinos” o que intentó piruetas exóticas para justificar los linchamientos, nada menos que desde su tapa. Si nuestros políticos más exitosos o los actores del mainstream del mercado de medios no demuestran mayor integridad moral que los linchadores, estaremos pronto al borde de un nuevo abismo.
Fuente: Buenos Aires Herald