En su nuevo libro, el periodista Fernando Ruiz analiza el fenómeno de la polarización ideológica y expone los ciclos de intolerancia en la Argentina bajo diferentes liderazgos a lo largo de la historia
Por: Fernando Ruiz*
Por guerra mediática entiendo la dimensión periodística de los conflictos políticos más estruendosos de la historia argentina. Momentos en que los bloques en pugna se polarizan y cada uno dispone de un ejército de medios de comunicación.
En este libro analizamos los picos de
esa conflictividad y recorremos sus escarpados y peligrosos caminos para las instituciones.
La Revolución de Mayo, la década rivadaviana, la era rosista, el yrigoyenismo y el peronismo entrecruzados con la larga secuencia de golpes militares fueron los momentos extremos de nuestras guerras periodísticas. También incorporamos, por
lo destacado de los personajes, la descripción de la batalla mediática personal entre
dos gladiadores del debate público, como fueron Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Es obvio que finalmente todo gobierno ha tenido su conato de batalla mediática, pero hemos priorizado las de mayor impacto.
Cuando se analizan todas juntas, la historia muestra elementos comunes en estas batallas. La historia de una polarización puede ser muy variada, pero los ingredientes son los mismos.
¿Cómo comienzan las guerras mediáticas? El antagonismo ideológico profundo es un factor clave. Es difícil que llegue a estallar una guerra mediática si no se radicaliza el enfrentamiento de ideas.
En forma clara se preanuncian dos
países distintos, excluyentes, donde las palabras centrales de la vida política (“democracia”, “pueblo”, “libertad”, “derechos”, “representación”, entre otras) tienen dos significados distintos de acuerdo al campo que las enuncie.
Un sector importante de la sociedad percibe que su antagonista ideológico ha tomado una dimensión y una actitud amenazantes, se convence de que se acabaron las alternativas y de que llegó la hora del enfrentamiento abierto.
En ese contexto, se va forjando entre los periodistas un cierto consenso acerca de
que el éxito de las ideas del enemigo los encerrará en un país inaceptable. Esa tensión ideológica es la que radicaliza la tensión mediática.
En ese momento crece la conciencia en los protagonistas de que el país está en un cruce histórico de caminos, donde la duda, la moderación y el matiz son la trampa de los cobardes y los tibios, de los desorientados o, peor, de los enemigos encubiertos.
Irrumpe la lógica militar
Cuando los protagonistas comienzan a percibir que la batalla puede ser definitiva es cuando comienza la formación de los ejércitos. La lógica militar empieza a gestionar el debate público. Por eso cada uno de los sectores en pugna alinea, enrola o construye recursos mediáticos importantes para atacar y defender. Y ese despliegue y uso de poder de fuego no hace más que acelerar el proceso polarizador.
Los medios son eficaces para ratificar la identidad ideológica del campo propio pero cada vez tienen menos llegada al campo opuesto, que es donde radica la clave de la victoria. La máxima influencia de un medio consiste en poder influir en ambos campos. Pero finalmente se convierten en medios de comunicación interna de uno de los bloques en conflicto, y no llegan a toda la sociedad.
Casi por definición, en una guerra mediática no hay medio de comunicación que resulte creíble para los dos campos.
En los casos que analizaremos, la guerra mediática tuvo la intervención central de
un Estado comunicador. El Estado con toda su fuerza se volcó a desequilibrar el conflicto mediático.
Violencia verbal
Desde Mariano Moreno hasta los Kirchner, hubo momentos en que el Estado decidió intervenir con toda su potencia. Esa radicalización del debate va forzando un punto crítico: la violencia del lenguaje.
De a poco, las palabras se van cargando de pólvora. Hasta que explotan.
Y esas palabras cargadas nos arrastran desde la crítica hasta el agravio. La historia que cuenta este libro
es también la historia de la naturalización
de los insultos. Los voceros más destacados, los generales, coroneles y héroes de estos combates, van produciendo una imitación de sus actitudes en el resto de sus tropas. Se dispara y se asesinan reputaciones.
Llegados a este momento del proceso polarizador, cuando se masifica el agravio, es más fácil advertir cómo los periodistas gestionan no sólo palabras, sino sobre todo climas. Y van fabricando, fogueando y amplificando así la emoción que penetra y desborda, en un primer momento, la vida pública y luego ya politiza las relaciones sociales. El fin del recorrido llega cuando esa polarización se percibe en el interior de las familias y las amistades.
En esos momentos se rompe el espejo: ya no nos vemos como efectivamente somos. Agraviamos y creemos que somos nosotros los agraviados. Protestamos por recibir injurias, mientras injuriamos.
Somos víctimas que se defienden. Nuestras agresiones son defensivas. La guerra mediática transforma identidades personales y profesionales. Se cruzan fronteras que nunca se pensó atravesar. Finalmente los periodistas embarcados en la contienda se convierten en semivíctimas y semivictimarios, de la misma forma que los soldados de carne y hueso en una guerra.
Domingo Faustino Sarmiento, el gran polarizador entre la civilización y la barbarie con su libro Facundo, se convirtió él mismo en un bárbaro de la pluma. “Si Facundo hubiera sabido escribir, no de otra manera hubiera escrito”, apuntó sobre Sarmiento un contemporáneo de su labor periodística, Lucio V. López.
Los periodistas dejan de reconocer al otro como un par, y comienzan a verlo como un victimario. Y por eso no se le aplican los estándares profesionales como debería ser. Sólo la gente decente merece que se le lean los derechos mediáticos, que se la escuche y se la consulte, que se transmita en forma honesta lo que dice y hace. Un periodista enrolado en la batalla diría que la ciudadanía mediática (el tratamiento profesional por parte de los medios hacia las personas) no es aplicable a todos.
Falsa desventaja
La guerra mediática siempre está impulsada por la convicción de que las reglas son desiguales y que es necesario defenderse en desventaja.
La justificación para saltar las reglas de la profesión periodística es que no hay que ser ingenuos y hay que darse cuenta de que el rival ya las está saltando. El correcto y equitativo ejercicio de la prensa sólo correspondería si el tablero no estuviera inclinado en contra. Si se tiene la convicción de que se está en desventaja, no queda otra que buscar una prensa propagandista y monocolor para compensar esa falencia. No podemos caer en la candidez de hacer un periodismo profesional cuando los enemigos vienen por nuestras cabezas sin respetar los códigos.
Así, un sector del periodismo define como ilegítima la posición de otro amplio sector de la profesión. El periodismo entonces deja de aplicar las reglas profesionales al bloque propio, porque sería traición: ¿por qué arriesgarnos en medio de una guerra a informar con distancia y pluralidad de fuentes sobre las debilidades del campo propio? Y tampoco se las aplica al bloque opositor, porque sería ingenuidad: ¿por qué darle al enemigo en medio de una guerra la oportunidad de que propagandice sus logros? Cuando las reglas de la profesión quedan suspendidas la conversión de un periodista a un soldado es más transparente.
Guerra interna
Toda guerra mediática es una guerra civil interna de la profesión periodística. Es una guerra contra el concepto de periodismo
en la que participan muchos periodistas, incluso hasta puede ser la mayoría de la profesión.
Así como el conflicto religioso durante el período rivadaviano fue entre curas, y los golpes militares fueron también conflictos entre militares, las guerras mediáticas son, en primer lugar, intraprofesionales.
Por esto, en cada contienda la primera víctima fue el periodismo.
Ha sido una catástrofe de la que tuvo que resucitar como pudo una vez que terminaron los combates. Todas excepto la primera, la Revolución de Mayo, que fue precisamente el conflicto que inició en nuestro país la construcción democrática que es, como es obvio, la única plataforma posible para el desarrollo de la profesión periodística.
También hay una fuerte correlación
entre descarrilamiento mediático y electoral. En general, en los procesos electorales siempre se viven guerras mediáticas de baja intensidad, pero hubo momentos en los
que la presión sobre las instituciones fue insoportable.
(...) La institucionalización del agravio puede ser un camino que nos lleve al fraude electoral. El vicio de la palabra llega finalmente a enviciar las urnas. Las votaciones ya no pueden encauzar la opinión cuando los odios se desbordan.
El libro
Guerras mediáticas. Las grandes batallas periodísticas desde la Revolución de Mayo hasta la actualidad (Editorial Sudamericana). Por Fernando Ruiz.
*Periodista. Vicedecano de la Facultad de Comunicación de Universidad Austral
Fuente: La Voz del Interior