lunes, 17 de diciembre de 2012

“Crónicas Primarias”: producciones de periodistas en un taller de Cristian Alarcón

El Sindicato de Prensa Rosario (SPR) invita a la presentación del libro “Crónicas Primarias”, que se llevará adelante el próximo miércoles 19 de diciembre, a las 19.30, en su sede de Santiago 146 bis
El libro es una producción de once periodistas de la ciudad que trabajan en distintos medios gráficos, radiales, digitales y televisivos que, en 2010, tomaron parte del taller de crónicas dictado por el periodista y escritor Cristian Alarcón, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano creada Gabriel García Márquez, en el marco de las actividades de capacitación profesional permanente que impulsa el SPR.
La publicación contó con edición de textos a cargo del periodista Martín Ale; se imprimió con el sello de UNR Editora, y está integrada por crónicas periodísticas de Florencia Coll, Negui Delbianco, Luis Etcheverry, María Paula Favareto, Sabrina Ferrarese, Laura Hintze, Virginia Giacosa, Lorena Panzerini, Ricardo Robins, Daniel Schreiner y Silvina Tamous.
Presentarán el libro Cristian Alarcón, Martín Ale, Silvina Tamous y Edgardo Carmona (secretario general SPR).

Prólogo
Los sentidos se agudizan, abarcan el continente de observación. A veces de manera muy lenta, otras con la velocidad que exige incorporar sonidos, colores, olores que jugarán en la escritura hasta el momento final. Allí está el cronista, como siempre, desde que fue necesario contar el mundo. Pero para que los sentidos se abran, se preparen mejor para apropiarse de lo necesario para construir la historia, su contexto y capturar cada detalle, el cronista debe entrenarse, casi con la habilidad del artesano. La formación de los periodistas, entonces, es imprescindible y es preocupación y tarea permanente del Sindicato de Prensa Rosario.
Con esa convicción acerca de la necesidad de la capacitación permanente, entre julio y diciembre de 2010, el SPR organizó un taller de Crónica Periodística que estuvo a cargo del escritor y periodista Cristian Alarcón, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que dirige Gabriel García Márquez, y autor de los libros “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” y “Si me querés, quereme transa”. El taller con Alarcón, cuyos encuentros se realizaron en la sede gremial del SPR, fue un auspicioso espacio para reflexionar, producir y jugar con la riqueza del intercambio colectivo y la mirada puesta en la impronta personal, sobre el más antiguo de los géneros periodísticos. A la convocatoria se sumaron 11 periodistas locales con quienes se formó un grupo heterogéneo que incluyó a quienes transitaban sus primeros pasos y a otros de larga experiencia, quienes en cinco meses produjeron crónicas sobre diversos temas relacionados con la polifacética realidad económica y social rosarina, en su gran mayoría. Ese taller tuvo un segundo momento durante 2011 y una de las motivaciones importantes fue que esas producciones no se encajonaran ni quedaran en la memoria de sus autores, sino que pudieran brindarse para el disfrute, el conocimiento y aún la crítica de los potenciales lectores.
Las actividades de formación apuntan a que los participantes tengan la posibilidad de acceder a las herramientas requeridas para el ejercicio de un periodismo de calidad, basado en la consulta con una multiplicidad de fuentes y con las técnicas que permiten que los personajes de cada hecho-situación que se narre adquieran voz, imagen y movimiento a través de un relato tan riguroso como creativo. Es posible el desarrollo de una mayor calidad periodística destinada a la ciudad y al territorio provincial. En ese camino estamos y por eso ponemos a disposición del lector estas “Crónicas primarias” que, estamos convencidos, merecen ofrecerse al conocimiento de quienes se sientan atraídos por producciones originales, resultado del enorme empeño de los autores de cada una de ellas.
Bienvenidas, entonces, estas “Crónicas primarias” de las que nos enorgullecemos por el esfuerzo personal y colectivo de nuestros compañeros guiados por Cristian Alarcón y que, confiamos, despertarán nuevas iniciativas que el Sindicato de Prensa Rosario canalizará en su compromiso total con el derecho humano a la información y con la sociedad que merece un periodismo que trabaje por la verdad y con la mejor calidad ética y estética. Justamente la construcción de las formas de la subjetividad social requiere de estos elementos para la formación de una visión crítica del mundo, de la sociedad y de la ciudad por parte del más amplio espectro de actores sociales que, a partir de la información que poseen, toman decisiones todos los días para sí mismos y para el colectivo que integran.
Alicia Simeoni, Secretaria adjunta. Sindicato de Prensa Rosario

Contratapa
Un minisúper atendido por travestis, delincuentes míticos, órganos que viajan de un cuerpo a otro, violadores y asesinos de ancianos, adolescentes ante decisiones límite, creyentes enfrentados a la ciencia, vecinos fumigados desde aviones, crotos resistentes a las torres de cemento, una monarca de la noche y la bailanta, el romanticismo del periodismo urgente de los 60.
Once crónicas que dibujan una Rosario viva, polimorfa y en tensión constante. Cada texto fue investigado, reporteado, escrito y reescrito. En ese proceso –que duró más de un año– cada autor fue encontrando el tono justo para su historia. Primero en un taller de crónica organizado por el Sindicato de Prensa de Rosario al que dirigí, cómplice de la luminosidad que esta ciudad me da siempre. Y luego, de la mano de un editor generoso y sabio, Martín Ale. En “Crónicas Primarias”, la ciudad se vuelve mística, violenta rural y trans. Con textos potentes escritos en clave narrativa, los autores –todos periodistas de Rosario– componen un territorio que muta y se resignifica al ritmo de la soja, los cuerpos, la espiritualidad y la pólvora.
Cristian Alarcón

El caso de los verduleros (Fragmento)
Por: Florencia Coll
Todavía no llegó la primavera. Ya pasaron tres meses de la tarde amarillenta y fría en la que medio centenar de policías rodeó una manzana de barrio Parque para detener en un operativo casi cinematográfico a dos de los tres hermanos Santoro. Es lunes, el barrio
es puro silencio. Los pájaros están escondidos por la tormenta que amenaza con desatarse. Puertas adentro, el temporal es más fuerte.
El viento lleva y trae el rumor y las conjeturas sobre las víctimas que podrían haber sido pero no fueron. Los vecinos están de acuerdo en una sola cosa: quieren bien lejos a los hermanos verduleros.
Las veredas de casas bajas y prolijas están repletas de plátanos y palos borrachos que en ese otoño también florecieron de lila y rosado. Ubicado entre las vías del ferrocarril Belgrano, Ovidio Lagos, 27 de Febrero y avenida Presidente Perón, ex Godoy, barrio Parque supo ganarse el mote de barrio de trabajadores desde principios de siglo pasado cuando los primeros ingleses empleados del ferrocarril comenzaron a asentarse en la ciudad. Hoy, esas construcciones con aire inglés que parecen haber sido diseñadas como un conjunto, se reciclaron y pierden de a poco algunos rasgos tradicionales. Igual, predominan todavía los ventanales verticales y las tejas coloradas en medio de cortadas y pasajes.
Se empezó a levantar entre 1924 y 1929 cuando se aportaron créditos para la construcción de cientos de viviendas similares y la constitución de un nuevo modelo de hábitat urbano de producción. Fue proyectado en esos años por el arquitecto Hilarión Hernández Larguía, generó una transformación de la vivienda con el patio como elemento estructurador. No es el más antiguo de los grupos de viviendas colectivas que se construyeron en la ciudad, pero sí, por su carácter, estructura arquitectónica, tipología y permanencia, uno de los barrios más singulares de Rosario.
Su población está compuesta por familias de clase media y personas mayores, que en muchos casos quedaron solas. Las otras generaciones, las más jóvenes ya se han ido. Sólo vuelven cada tanto y de visita a lo de sus padres o abuelos ya muy grandes.

Crotario: La tierra del hoy (Fragmento)
Por: Ricardo Robins
Mario entra con una bolsa de papas a la sala donde Neli acaba de pelear con Hernán. Trae también otra arpillera cargada de carne. Son donaciones para que coman a la noche los que viven en el Crotario. Mario saca su navaja y corta la bolsa al medio. El bodoque de carne roja cae al piso. Mambrú, la perra de un ojo celeste y otro marrón, intenta ganar un bocado. Mario la corre con el revés de la mano que sostiene el cuchillo. La perra se aleja. El hombre trabaja con las rodillas apenas flexionadas y su torso flaco tumbado hacia delante. Quita la bolsa de plástico que está pegada al masacote congelado con precisión quirúrgica. Mambrú vuelve a la carga por el otro costado. Mario la bloquea una vez más, putea y sigue su trabajo.
Maneja el filo como gaucho malo en pulpería. Abre el freezer que está a un costado de la mesa y echa la carne adentro.
A Mario no le importó la pelea de hace un rato. Estaba entrando cartones al galponcito del costado, donde guarda sus cosas.
Además, comparado con lo que vivió cuando llegó al Crotario, en la que tuvo que enfrentarse a palazos y fierrazos, cree que las de hoy son peleas de jardín de infantes.
Mario nació un 25 de mayo. No le escapa a las revueltas pesadas. Ahora tiene 57, barba larga y gris, y una pelada que convive con algunos mechones y hasta un adorno tipo trenza hippie. Esa sala del galpón que hoy ocupa con su familia –Neli y Facundo, además de Lucas y Natalia, de la pareja anterior de la Gorda– estaba llena de pendejos faloperos cuando él llegó. Dos metros atrás de donde está parado, todavía se ve un disparo que perforó la ventana que da al pasillo.
En esos años lejanos Mario encabezó la “limpieza” del lugar. La noche de la avanzada de los del fondo él estuvo al frente. Llevaba un fierro de un metro de largo en la mano derecha. A su lado estaban el finado Dani, el finado Rodolfo, el finado Pelusa y el otro Dani; con cuchillos, cadenas y palos. Entraron al galpón y tiraron con todo y contra todo. Ni Mario ni ninguno de los guapos veía nada pero avanzaban a fierrazos y cadenazos. Pum, pam, pum. Un paso y un guadañazo. Como un terremoto a escala y en cuotas: estallaron los vidrios, temblaron las paredes, se perforaron las puertas.
Los pendejos faloperos no estaban o se fueron rápido. La cuadrilla de limpieza nunca lo supo. El plan no estuvo muy elaborado.
Nació mientras miraban televisión. Alguien contó que esos pibes atrevidos, al ubicarse en el sector de adelante, que da a la calle y a la puerta de entrada, se quedaban con todas las donaciones. Además de molestar y provocar peleas casi a diario. Aquel día terminó con una fogata de festejo. Los colchones de los pendejos ardieron en el fondo, en el espacio que está entre los galpones y las vías del ferrocarril de la Estación Rosario Norte.
Esa movida no terminó con las peleas. El Jorobado, que se acercó hace un rato a la cocina a pedir aceite, apuñaló hace unos años con un tramontina a Ñaca Ñaca. El herido no murió, tampoco vive allí ahora: está preso en Coronda. “Le dio en seco nomás”, recuerda Mario y replica el gesto. El padre de Facundo tiene esa particularidad, retiene detalles de las peleas: el recorrido de un machetazo que entró a la altura de la muñeca y como no llegó traspasar todo el hueso la mano quedó colgando; el ruido de otro sablazo que estuvo a punto de decapitar a su víctima pero, rápida de reflejos, lo esquivó y el filo dio en un parante; o la imagen de un fierrazo que abrió una cabeza en dos. Como le pasó al finado Dani. “Hablaba poco y nada, pero así y todo le partieron la cabeza como un melón”, cuenta Mario. Más difícil es explicar por qué empezaron esos enfrentamientos. Cosa de borrachos, dice. “Eso era duro, duro. Después los cachengues se fueron calmando”, aclara.
A Mario le duelen algunos recuerdos. Uno en particular: cuando se le murió en brazos su amigo Papacho, un domingo de agosto de 2001. Él culpa a la ambulancia que ignoró los primeros llamados de emergencia y demoró varias horas. Odia a ese médico que tardó demasiado y encima le dijo: “Una pena, si llegábamos antes se salvaba”.
Odia también levantar a otras personas que dejan tiradas en la puerta del Crotario los patrulleros. A veces en el galpón se cansan y alguien llama a los medios: las cámaras de Canal 5 filmaron a un viejo que estuvo tres días muerto bajo una frazada. Nadie quería hacerse cargo de él en vida, muchos menos después. Esas son las marcas de bronca que le quedan a Mario y que parecen querer salir en ese tic nervioso que le hace sacudir la cabeza, en un gesto corto de negación, como un no constante.

Cosa de chicas (Fragmento)
Por: Laura Hintze
Verónica está sentada en una barranca frente al río Paraná. Mira al frente, hacia la ciudad. Cierra los ojos y los abre, con mucha paz. Después se para, baja a la orilla, y ahí, donde el agua apenas le tapa los pies, se pone a hacer yoga: la pelvis hacia el pubis, hombros derechos, pies pegados a la tierra; la cabeza en eje con el resto del cuerpo, la mirada hacia delante. Detrás de ella Leonel corta ramas, prepara fuego, pone la pava. Después se sienta y come una manzana. Al lado de su novia, parece un salvaje.
“La tarde pasa más lento del otro lado de la ciudad”, dice Verónica.
Mientras mira al frente, en estado de relajación total, Leonel se le acerca y le hace cosquillas en la panza, ella se ríe y se ponen a charlar. Algunos años atrás ese gesto podría haber sido motivo de pelea, de alguna charla, o simplemente Verónica podría no haberlo sentido. Después de interrumpir el embarazo, las cosas no fueron fáciles, pero sí superables. Se pelearon unas cuantas veces para ahora estar viviendo juntos.
A partir del aborto, Verónica cambió. “Como una revolución sexual”, reflexiona. Se animó a hacer cosas, a mirar con otros ojos, a sentir. Sus padres la ayudaron, volviéndose más confidentes. Todo sufrió un giro. Ahora, que el aborto entra en debate público con más fuerza que en otras oportunidades, a Verónica le dieron ganas de hacer algo con eso que le pasó. Contar, y ayudar, dar un testimonio desde alguien que sabe qué es, qué se siente, cómo se vive.

Te espero, bebé (Fragmento)
Por: Silvina Tamous
Minifalda y musculosa de animal print, unos poderosos zapatos con plataforma y taco de acrílico. Una cadena de oro le cuelga del cuello. Es de esas donde un nombre en manuscrito da cuenta de una identidad dorada y chata. La de ella dice “Explosión Tropical” y vive casi estática arriba de los pechos medianos y firmes, ajenos a la silicona y a los corpiños armados. El cabello rubio y lacio le cae hacia un costado atado con una cola, y en más de una oportunidad va a ostentar no haber pasado nunca por el bisturí, porque no le hace falta, y que el azul de sus ojos es natural, algo que aviva con delineador negro y rimel.
Teté Turcuto se sienta cómoda en el living de su casa, un departamento ubicado en el centro, decorado con aquellas cosas que de alguna manera componen su vida. En una pared, un mural enorme muestra las luces de un New York nocturno, con Empire State incluido; en la otra, una sucesión de imágenes de vírgenes, en especial la de Itatí, arman el rompecabezas en el que se levantó su vida hecha de noche y de devoción divina. La creadora del mítico “Te espero, bebé”, ícono de la cumbia, nunca se bajó de los 10 centímetros de taco, ni siquiera para baldear los clubes de Villa Gobernador Gálvez desde donde saltó a la fama y despistó para siempre a la pobreza. Y repite frases de otras divas en cuyos espejos se mira, como Tita Merello o Evita. En su relato, en el que cuenta con detalles su vida y con ella la historia de la cumbia en Rosario, no la nombra a Evita, pero habla de sus grasitas, de su gente, a la que le debe todo y a la que también dio su vida.
Cuando la cumbia era cosa de negros, Teté le hizo el aguante y la mantuvo viva en la periferia, incluso la llevó al centro y al teatro.
Conciente de que es capaz de llegar a esos lugares a los que nadie llega, no descarta meter sus tacos en la política, sin partido definido, aunque teniendo en claro que ella se debe a su gente y tiene un prestigio que cuidar. Ahora, que por primera vez es reconocida tanto en Villa Gobernador Gálvez como en Rosario como una hacedora de cultura por el Estado, se envalentona. El reconocimiento vino de la mano del entonces intendente Miguel Lifchitz que, el 20 de junio de 2010, la fecha patria más importante de Rosario, instaló cuatro escenarios y en uno de ellos incluyó a la cumbia y a Teté. La blonda cumbiera convocó 40 mil personas en el Parque a la Bandera con cero grado de temperatura.

La practicista y los rezadores (Fragmento)
Por: Sabrina Ferrarese
En un segundo todo se volvió negro. Enzo Gastaldi sufrió un ACV unos días después de que comenzara la primavera de 1997.
Eran las once de la noche, los chicos habían salido y con Elizabeth ya se habían acostado. Tenía 49 años y hasta entonces pensaba que era el hombre más sano del mundo. Esa noche, cuando apoyó la cabeza en la almohada se sintió mareado y aturdido. Apenas podía escuchar a su mujer que, al lado suyo, trataba de averiguar qué le estaba pasando, por qué la miraba así. Con la poca fuerza que tenía se incorporó, salió de la cama y se dio cuenta que tenía paralizado el costado izquierdo del cuerpo. No duró un segundo de pie. Se cayó contra el placard.
La ambulancia llegó rápido al departamento de calle España 1559. Enzo ya había perdido el conocimiento y lo trasladaron de urgencia al Hospital de Emergencias Clemente Álvarez de Rosario.
La presión alta había trepado a 30 y la baja estaba en 24. Quedó internado en estado de inconsciencia y al tercer día se despertó. Había resucitado, pero el verdadero milagro vendría mucho después.
Cuando abrió los ojos el lado izquierdo del cuerpo estaba inerte, como si sólo tuviese viva su parte diestra. Un sabor amargo le llenó la boca y sintió una opresión en el pecho. Tenía miedo. Los médicos dijeron que el cerebro, el corazón y los riñones estaban afectados y que tendría que mantener un tratamiento riguroso, incluso hablaron de diálisis. La muerte le había pasado por el costado.
Enzo salió del hospital y nunca tomó las drogas que le recetaron los médicos. En cambio, decidió seguir el “tratamiento” de la Iglesia de Cristo Científico, la religión a la que se había convertido en su juventud. Se puso a rezar cada vez que pudo. En cualquier momento del día cerraba los ojos y repetía una y mil veces que el ACV no tenía nada que ver con dios, que sólo quería para él armonía, salud y paz. No había razón para que su cuerpo estuviese enfermo –se decía– en medio de aquellas noches en las que la fe se dormía y la sensación de muerte inminente lo cubría todo, hasta los sueños.
La curación no fue de un día para otro pero, de a poco, pudo caminar y volver a la oficina a trabajar. Pasaron cuatro meses y Enzo recibió el alta. Los médicos se sorprendieron con su evolución y la relacionaron con el tratamiento que le habían indicado. “Amigo, usted nació de nuevo”, le dijeron y lo palmearon en la espalda. Enzo los miró y les dio las gracias. Sonreía cuando traspasó la puerta del consultorio. Todavía hoy está convencido de que se curó de la misma forma en que Jesucristo devolvió la vista a los ciegos, levantó paralíticos y resucitó muertos hace más de dos mil años.

El Pipiolo y los cuatro tiros (Fragmento)
Por: Luis Etcheverry
—¡Ni un taxi, mierda! –susurra una vez más como asmática la voz de Fioravanti “El negro” Minari. Sus piernas retaconas, que encima soportan una panza respetable con miles de “potrillos” de linajes dudosos bebidos, acodado en incontables estaños, se esfuerzan por mantener el paso acelerado de las mías, más largas y como veinte años más jóvenes.
Lo miro y me sonríe. Parece pedirme disculpas.
—¡Vamos, Negro! Ya llegamos a Moreno –lo espuelo con la escasa voz que me queda al cabo más de diez cuadras a los piques.
Doblamos y un olor a cebolla podrida nos golpea. Pasando Rioja, casi dos cuadras más allá, una nube blanca se deshilacha desde el ras del piso. Oculta a medias a los policías que, con sus bastones de goma, corren hacia San Luis. Cuando alcanzamos el parque que rodea a la Asistencia Pública y la vieja Maternidad Martin, los policías están de regreso. Muestro la credencial.
—¡Mire, mire! Pensar que si después los fajamos, nos caen con todo.
El cana es zurdo. Sin dejar de aferrar con fuerza su bastón, me muestra: el dedo meñique, o quizás el anular, sangra. Algo contundente y con perfil ha traspasado piel y carne, dejando al 92 descubierto un sector de hueso. Antes de que me pida opinión, lo gambeteo.
—Haga ver esa herida. El agente acepta el consejo. Por fin la paz vela la agonía de Bello.

Fumigados: Los socios del silencio (Fragmento)
Por: María Paula Favareto
Omar es el último en irse. Prepara las cámaras para el día siguiente y apaga las luces. Antes de volver a su casa en Casilda, pasa por el bar del pueblo, el lugar donde se reúnen “los de siempre” a jugar al truco y discutir sobre los problemas del pueblo que nunca podrán cambiar.
Roberto Sacchi está sentado solo, leyendo el diario. En otra mesa un par de hombres toman café y charlan recostados sobre las sillas. Sacchi mira de reojo y Oscar lo saluda y se sienta junto a él.
Sacchi es cordobés, llegó a San José de la Esquina a trabajar en la única fábrica de papel cuando la pasta de celulosa, que ahora se importa, se fabricaba en esa región. Le gusta escribir, y de vez en cuando manda artículos sobre lo que sucede en la comunidad a un semanario de la provincia de Buenos Aires. Es uno de los pocos que milita contra los agroquímicos.
Se reunió con vecinos de otros pueblos, armó charlas en San José con la organización “Paren de Fumigar”. A pesar de tanto movimiento no logró juntar un seguidor.
—Digo lo que pienso. Por ahí me llaman y me insultan. Es un pueblo muy cerrado.
Sacchi llegó al pueblo en 1965, cuando tenía 16 años. Al poco tiempo conoció a Charo, que estudiaba Ciencias de la Educación. Se enamoró. Llevan 30 años de casados. A Sacchi lo siguen mirando como bicho extraño.
—No sé si decir bendita o maldita soja. Porque genera desigualdad.
Cada vez en el pueblo se nota la diferencia social entre los que no tienen y los que tienen campo. Está la clase que compra todo, que pone los precios que nadie puede pagar, salvo ellos. No vuelcan en la comunidad ni un solo peso. Van y compran departamentos en Rosario.
—Acá no es muy querido –aclara Omar–. Dicen que es un agrandado. Que se cree que se las sabe todas.
Sacchi lo mira con los ojos vidriosos y sonríe —Esta sociedad con familias paquetas que tienen plata nunca va a cambiar.

Rastros de vida: Historias de donantes y transplastados (Fragmento)
Por: Lorena Panzerini
Susana llegó a la guardia al sanatorio pediátrico con su hija Natalia prácticamente inconsciente. Empujaba la camilla junto a una médica. La doctora la movía al consultorio de emergencias. Susana, hacia el quirófano.
—Saquen a la madre –dijo otra médica.
—La madre no se va –respondió Susana.
Ahora sí, la camilla apuntó al quirófano. Un médico le inyectó sondas en la mano. Otro venía derecho a intubarla por la boca. Natalia se sentó de golpe, mirando para todos lados. Susana la recostó apoyándole su mano sobre el pecho.
—Acostate, hija. Quedate tranquilita. Todo va a estar bien.
La camilla avanzó y las puertas vaivén con la inscripción “Área restringida” se cerraron en la cara de Susana.
De una camilla a otra, en segundos, Natalia fue conectada al respirador artificial. Los médicos intentaban bajarle la presión para poder hacerle una tomografía computada.
Nerviosa, Susana esperaba afuera cuando llegó Eduardo. Antes que pudieran intercambiar palabras, el médico salió del quirófano y dijo:
—Esto es grave. Hay que operar a la nena, tuvo un accidente cerebro vascular.
La cirugía comenzó a las 13:30. La desesperación de Susana hizo que perdiera la noción del tiempo y todavía hoy no recuerda cuánto duró la operación. Cree que fueron un par de horas, pero Eduardo está convencido que fueron entre seis y siete.
Del otro lado de las puertas del quirófano la situación se complicó a mitad de la intervención y los médicos tuvieron que trabajar rápidamente en reparar otro derrame cerebral.
Cuando la operación terminó ya era de noche. Natalia dormía, casi obligada, en la sala de terapia intensiva.

Un pistolero nunca se jubilan (Fragmento)
Por: Daniel Schreiner
El viejo que camina por la avenida suburbana no es lo que aparenta. Sus sentidos, en alerta, no encajan con el esqueleto lento, descangayado. El bulto en la cintura se parece mucho a un arma de fuego. Ya el soplón pasó el dato y ahí van, entonces, los ratis de Laferrere que, con indisimulado fastidio, paran al viejo. El viejo parece de 70 pero tiene 82. Igual, cuando ve a la yuta, actúa muchos más.
Finge un temblequeo, deja que se le piante el ojo derecho, pero no puede evitar que le den la cana a la pistola apretada por el cinto. Los ratis ya no querrán largar la presa. Es un día cualquiera del invierno de 2010. Le quitan la nueve milímetros —de la que no se separa ni para dormir—, lo ponen de cara a la pared y le exigen que diga cómo se llama.
—Jorge Julio López —dice y la codicia de ojos reglamentarios se le clava en la nuca.
—Jorge Julio López —repite ahora y lo hará después en la comisaría, sin que los bigotes uniformes descubran sorna alguna.
Pero estos policías del conurbano bonaerense no tienen sentido del humor: cuando se dan cuenta que este viejo no es el desaparecido más buscado del país, cuando saben que ya no cobrarán la recompensa, cuando descubren la comedia, no se detienen ni ante el cuerpo anciano y le dan como un millón y medio de piñas. Una por cada peso del premio que nunca tendrán.

El Violador de ancianas (Fragmento)
Por: Negui Delbianco
A Beltrán no sólo lo reconocen por el olor y el diente faltante. Un puntazo en el cuello y otro en la clavícula quedaron como estigmas de su primera condena en la Unidad I de Coronda. Pasó casi toda su juventud preso. En febrero de 2003 lo detuvieron por doble asalto y privación ilegítima de la libertad.
Eran casi las 8 de la mañana y Juan Carlos Rubino ya se había levantado. El anciano de 73 años preparaba el desayuno cuando escuchó un ruido extraño en el patio. No tuvo tiempo de reaccionar. En la puerta trasera había un joven bajito y morocho con un cuchillo en la mano. Lo ató de pies y manos con un cable a una silla y le puso una mordaza en la boca.
El muchacho desplegó una frazada en el piso que cubrió casi toda la cocina comedor. Sin apuro, acomodó un televisor y otras cosas que a él le interesaban de la casa de Bogado 2063. Mientras tanteaba el peso de su carga, escuchó unas sirenas en la zona noroeste. Se dio cuenta y salió a la carrera del lugar.
Los policías desataron al abuelo y quedaron contentos porque el ladrón no se llevó el botín. Varios vecinos se quejaron por el despliegue policial. Si no hubieran hecho tanto ruido, lo agarraban, decían los habitantes del barrio.
Ocho horas y media después Rubino seguía angustiado porquesabía que vivía solo. Escuchó pasos en el patio y otra vez vio la silueta del morocho-bajito en la puerta. Como si fuera un deja vu, el abuelo sintió los cables en sus muñecas y tobillos. El botín volvió a la manta.
Un vecino vio todo desde una ventana y llamó lo más rápido que pudo. Esta vez los policías dejaron el móvil a una cuadra. Caminaron y no prendieron la sirena. Lo agarraron colgado del tapial. En las manos tenía un cuchillo y diez pesos.
Al mes siguiente, el juez de Sentencia 5ª ordenó que Luciano Beltrán pasara cinco años en la cárcel de Coronda.
En ese tiempo, los ingresantes compartían el pabellón 12 con presos de pésima conducta, la banda de los rastreros. Estar ahí era el escalón más bajo. Beltrán la pasó como pudo hasta diciembre de 2005. Como todos los años, cuando se acercaban las fiestas se esperaban algunas conmutaciones de penas. Hacía tres años que el entonces gobernador Jorge Obeid no firmaba nada.
El domingo 18, Beltrán ya tenía 24 años. Tomó coraje porque estaba acompañado por Daniel Valdez, otro rosarino que estaba por robo, y le hicieron frente a los rastreros. Esta vez no se dejarían sacar sus cosas.
El grupo de los anfitriones liderado por el Cumbia, un conocido hampón de Rosario, no se dejó intimidar. Dos chuzazos para Beltrán y uno en el pecho para Valdez. Los dos quedaron internados en el Cullen de Santa Fe. La banda de los rastreros fue desperdigada en las comisarías rosarinas.

Rosario Trans (Fragmento)
Por: Virginia Giacosa
—Boludo vení. Estamos en el mini de las travas –dice por celular Tomás. Tiene 19 años, un vaso de Fernet en la mano y el flequillo de gel como una visera sobre la frente.
—Que feo suena eso Tomás. ¿No queda mejor decir el mini de las chicas, mi amor? –interrumpe ella arrastrando la erre final hasta quedarse casi sin aire. Detrás del mostrador, hace malabares para despachar a unas chicas que piden cigarrillos. Tiene el pelo rubio hasta la cintura y un pantalón estampado que consiguió en la última liquidación de verano en Italia. Por su par de piernas, largas y rosadas, trepan flores, pájaros y el trazo tan inconfundible como auténtico de Roberto Cavalli. En el pecho, una cadena de oro en la que flota, en letra cursiva y también dorada, su nombre: Tatiana.
Tatiana, o Tati, como la conocen todos, regentea desde hace tres años el minimarket de Tucumán y Balcarce, el único en Rosario atendido por chicas trans. El local está abierto desde la mañana y durante el día se asemeja a un páramo. Recién a la noche, el túnel con tres barras, banquetas, cabina de teléfono, una heladera y baño unisex se enciende. Cuando lo copan los más jóvenes rebasa de hormonas y de celulares que hacen click para capturar una instantánea que siempre termina colgada en Facebook con la etiqueta “mini de las travas”.
El drugstore era de una amiga de Tatiana. Estaba en ruina y por eso lo puso en venta. La antigua dueña colocaba cuatro cervezas y un par de gaseosas en el frente de la heladera para abultar, porque atrás estaba vacía. Nadie podía creer que Tatiana se embarcara en ese negocio porque, sencillamente, no funcionaba.
A ella no le importó. Quería quedarse en Rosario y trabajar. Extrañaba a sus amigas y después de tantos años afuera tenía ganas de volver.
—A mí me conoce mucha gente y siempre me siguieron, asíque este negocio tenía que andar –dice Tatiana mientras golpetea con su uña sobre una pila de impuestos que tiene para pagar. Sabrina se asoma a la vidriera del local, sacude la mano y entra.
Mide casi un metro ochenta, tiene la piel pálida y un piercing en la lengua que hace jugar con los dientes cada vez que abre la boca.
Desde hace tres meses no se ve con Tatiana que está recién llegada de una breve temporada en Europa.
—Viste como es esto, dios las cría y el viento las amontona –dice Sabrina. Vive a tres pisos de diferencia de Tati, en el edificio pegado al minimarket.
—Tengo algo para vos, espera, no te vayas –dice Tatiana. Revuelve dentro de un gran bolso y saca un par de sandalias color rojas–. Las conseguí en una feria de Barcelona y pensé en vos que calzás 43 y acá nunca conseguís nada lindo que te vaya.
Tati es como una mai. Ayuda a todos y se nota. En Rucci, su viejo barrio, le da una mano a las chicas que se inyectaron aceite en el culo y se deformaron, a la que se prostituye le ofrece trabajo en el minimarket, a las que quieren irse les paga el pasaje a Europa.
En la familia ayuda a la hermana a terminar de arreglar su casa, a los sobrinos les paga los estudios y a Adela, la mami, le da todo lo que tiene. El ojo de Tati llega a los detalles más mínimos. No sólo se acordó de Sabrina durante su verano europeo. También lo tuvo presente a Nicolás que apenas ve movimiento de chicas se mete en el local. Rubio y bajito entra al drugstore y se acuesta sobre el mostrador con cara de dormido.
—Hola mi amor, quedate que para vos también hay un regalo –dice Tatiana y revuelve en el bolso. Una gorra con un bordado que
dice Italia es el obsequio para Nicolás que también es vecino. El muchacho trabaja como recepcionista en la Fundación Leo Messi que funciona en una casona antigua reciclada justo enfrente del local. Se nota que tiene confianza con las chicas y confiesa que, en los ratos libres y cuando nadie lo ve, se cruza al mini a tomar un café y fumar un cigarrillo.
—Muchas veces hasta le damos consejos sentimentales y todo –dice Tatiana sonriente.
NdE: Las fotos que ilustran los fragmentos de las crónicas corresponden a los autores, salvo la de Luis Etcheverry