miércoles, 4 de mayo de 2011

El periodismo como organizador colectivo

Por: Horacio González
Invitar a los públicos contemporáneos a rechazar la secuencia que une a la Inquisición con los comisariatos políticos de los momentos revolucionarios de la modernidad, supone gozar de inmediato de una fuerte aceptación moral e intelectual. Es un supuesto básico de la libertad de expresión en los tiempos de “desprecio” -como los designó Malraux- o en “tiempos de oscuridad”, esta vez es la palabra de Hannah Arendt.
La reflexión sobre el periodismo y sus alcances libertarios es el origen mismo de un núcleo mayor de libertades, por eso el oficio periodístico adoptó y aún conserva una imagen denuncista y arriesgada. La libertad se compone de su propio riesgo pero también de su dificultad intrínseca para no generar poderes invisibles no mucho mejores que los oscuros socavones que denuncia.
La “Nueva Gazeta del Rhin”, que dirigía Marx en 1848, tenía un censor del estado prusiano que determinaba que el diario saliera -como fue muy frecuente en las luchas antidictatoriales- con algunos sectores de la página en blanco. Marx, ironizando, juzgó que un diario libertario salía gracias a esa dialéctica entre el Estado y la Revolución. Vio todo en la lógica de la historia, no en la reencarnación de los vetustos inquisidores.
A principios del siglo XX, las fuerzas revolucionarias características de esa época, llegaron a conceptos muy elaborados sobre la prensa, designándola como un “organizador colectivo” o como una instancia de esclarecimiento de las poblaciones sumidas en la oscuridad o la beatería. El periódico se asociaba al partido político -era casi su homólogo- o a los procesos de ilustración laica y popular.
Este punto de vista no era diferente a la de la fundación de los grandes periódicos inspirados en las luchas de sectores expresivos de las grandes burguesías políticas y literarias. Sólo que esa raigambre fundacional del periodismo moderno que recaía en las instancias que remitían a la revolución industrial o a la universalización de los dominios tecno-financieros, no eran conceptos declarados.
Por el contrario, aparecían bajo un manto filosófico venerable, que también interesaba a las poblaciones, pero que no atesoraba la pregunta esencial sobre las libertades: o bien ésta era indivisible y debía reinar en todas las esferas de interés social, o aparecía progresivamente como un sello imperativo y seccionado, a ser usufructuado por los que entendían que un sigiloso “orden del discurso” lo regía todo como gran legislador en las sombras.
La polémica entre Alberdi y Sarmiento en 1852, fundamental capítulo de la historia de las ideas argentinas, trata justamente sobre la relación de la prensa con las armas, las revoluciones y las empresas. No eran ambos escritores, hombres que se privaran de la diatriba. Consideraban a las libertades públicas un equivalente del uso situado de las palabras, midiéndolas con las fuerzas productivas existentes.
Fue nuestro liberalismo de batalla, que aún sabía declarar las raíces materiales e intelectuales de las querellas entabladas. No eran polígrafos asustadizos que en sus jornadas de duelo e injuria utilizaran la fantasmagoría del comisario político para justificarse plañideramente, bajo la forma más fácil del polemismo.
Vino luego una época en que el triunfo de un periodismo de fuerte cuño empresarial -cuya crítica se condensó en El ciudadano de Orson Welles- mostró su victoria como un ascenso en la escala de las libertades, pero se podía interpretar también como la conquista de aquel sensible horizonte del “organizador colectivo” que los insurgentes del siglo pasado habían proclamado. Paradójicamente, en sigilo, lo realizaron los actuales grandes medios masivos, traduciendo los conceptos tomados de las ilusiones transformistas al orden conservador.
El autor es Director de la Biblioteca Nacional