sábado, 23 de abril de 2011

Por un día mundial del derecho a leer

Por: Evelin Heidel
“Veinte leguas más y comieron bocado, a las treinta se prepararon para el descanso, y así llegaron a la ciudad de Uruk. Urshunabu dijo: “He aquí el lugar de donde partiste, y he aquí tu destino final. No has de desechar las experiencias de tu viaje, sino, conviviendo con ellas, regresar a tu morada, descansar y reflexionar, para seguir mañana el curso de tu vida.” Fragmento de El Poema de Gilgamesh, Anónimo 
El Poema de Gilgamesh es el escrito literario más antiguo del que la humanidad tenga registro y conservación: de origen sumerio, escrito sobre tablillas de arcilla, con escritura cuneiforme, el poema narra las aventuras del rey Gilgamesh de Uruk. El poema, transmitido por tradición oral, fue fijado a pedido del rey Asurbanipal en el siglo VII a.C., quien fundó a su vez una biblioteca homónima donde llegó a recolectar más de 25.000 tabletas de arcilla.
El poema presenta algunos de los temas literarios más frecuentes: el descenso del héroe a los infiernos, la ausencia prolongada del hogar, el viaje que exige el aprendizaje por parte del protagonista. Estos temas constituyen la base narrativa de la humanidad.
Sólo cuatro cosas fueron necesarias para que el Poema de Gilgamesh llegara hasta el siglo XXI: un soporte de la escritura, una biblioteca, un escriba y una persona con amor por los libros. No se necesitaron editores, intermediarios o autores. Fue así como desde aquel primer soporte escrito tuvieron que pasar 25 siglos para que el libro pudiera ser un objeto al alcance de todo el mundo: la verdadera revolución cultural no fue la imprenta, la caída de las monarquías, el autor romántico que sufre frente a los avatares del mundo o el editor consagrado a empresas fútiles para defender la cultura y el arte. Cuestiones más mundanas, como el pasaje del rollo al códex y la fabricación del papel industrial, fueron los cambios introducidos en el proceso de fabricación del libro que permitieron que las obras pudieran fijarse en un soporte más maleable y, fundamentalmente, más barato.
Por supuesto, la historia de los últimos siglos trató de personajes y situaciones igualmente mundanas. Editores que se arrogaban los favores de la nobleza; nobles que editaban libros porque les permitía acumular poder simbólico frente a sus pares; reyes desesperados por contener las protestas religiosas; inquisidores y editores que delataban a los herejes y una Iglesia aún fuerte que pretendía controlar las condiciones de circulación del discurso.
Es de estas épocas, también, frente a la censura eclesiástica y monárquica, la creación de las primeras asociaciones “piratas”, que permitieron un comercio paralelo del libro e introdujeron libros prohibidos en el mercado mediante mecanismos tan surtidos como pintorescos: cambiarle los colofones o las tapas a los libros; ingresarlos por el mercado negro, fueron algunas de las tantas estrategias que se idearon para vencer la censura.
Censuras, inquisiciones, persecuciones políticas, deshonestidades intelectuales, impuestos excesivos al papel, a la fabricación de libros, a la circulación o a ambas, son parte de los avances y retrocesos que marcaron la historia desde que se empezó a pensar en procesos industriales de fabricación del libro hasta que se llegó a la fundación de las primeras bibliotecas públicas en el siglo XIX.
A mediados de 1850 comienzan a conocerse las primeras legislaciones nacionales sobre la formación de bibliotecas públicas. En Argentina, en 1870, Sarmiento crea la Ley 419 que instaura la CONaBiP (Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares) y le otorga al Estado la misión indelegable de velar por las bibliotecas populares. Ya en 1810 la Junta Revolucionaria de Mayo había decretado la creación de la primera biblioteca municipal, que luego con el devenir de los años se convertirá en la Biblioteca Nacional y adquirirá el depósito legal de los libros, hoy en manos de la Cámara Argentina del Libro, una asociación privada de editores.
Es conveniente hacer notar que a lo largo de todo este tiempo, en un historia no exenta de conflictos, en algunos casos transcurren casi cien años entre la creación de la primera biblioteca pública y la primera ley de derecho de autor. Tal es el caso de Argentina, cuyo primer texto normativo al respecto es de 1910, 40 años más tarde de la ley 419 de Sarmiento y a 100 de la fundación de la Biblioteca Nacional.
Otros países, como Estados Unidos, no difieren demasiado en estos números. Unos cuantos años más tarde, Paul Otlet y Henri La Fontaine, dos inquietos intelectuales, deciden dedicar su vida a la misión bibliotecaria. Otlet fue un hombre de acción, pero también un intelectual dedicado a su causa que soñó con la creación de una gran “red de redes” que pudiera vincular a todas las bibliotecas del mundo entre sí, disponibilizando catálogos y libros por igual. Juntos, estos dos intelectuales propulsaron la creación de comisiones de intelectuales en el marco de la Sociedad de las Naciones, que fracasaría con la Segunda Guerra Mundial y que sería el antecedente directo de la ONU.
La UNESCO, organismo dedicado a instrumentar la paz entre los pueblos mediante la cultura, es una institución heredera directa de las ideas de Otlet y La Fontaine. En 2003, la UNESCO decretó el 23 de abril como el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor con el espíritu de “fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor”. Y en el 2010 decidió festejar sus siete años a pleno, instaurando un Observatorio Mundial de la Piratería. Es curioso que desde el año 1997 se festejan todos los 24 de octubre el Día de las Bibliotecas, pero este evento no cuenta con el excelente nivel de documentación que sí tiene, por caso, el día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Así, para el año 2009, por ejemplo, se hizo “énfasis en el rol del libro en el desarrollo de una educación de calidad y sobre el enlace entre libro y derechos humanos”, pero no se mencionó por caso el rol que cumplen las bibliotecas en dar acceso a las obras.
Los libros son objetos y soportes perecederos. Lo que importa destacar no es papel encuadernado con dos tapas; los libros no se valoran por su calidad en tanto objetos sino porque proveen del acceso a las obras más importantes e interesantes de la humanidad, porque nos permiten aventurarnos, experimentar y disfrutar de la lectura. Y muchas veces quienes nos introducen a este hábito tan loable son las bibliotecarias y los bibliotecarios, sin importar el tamaño de la biblioteca o de la colección, la edición preciosista del libro o la calidad de sus tapas.
Muchos lectores se iniciaron a la lectura con libros roídos, encuadernados una y otra vez por sucesivas generaciones de bibliotecarios. Sin obras no habría libros, sin libros no habría bibliotecarios, sin bibliotecarios no habría lectores, sin lectores no habría escritores de obras. La lectura es la condición indispensable para poder oficiar luego de escritores; tal como el poema de nuestros inicios, permaneció 25 siglos encerrado en las arenas de la Mesopotamia hasta que un lector pudo volver a descodificar su significado invaluable -es decir, no monetarizable- para la humanidad.
Valorar más al objeto y al interés comercial que a la práctica y el hábito lector; más al usurero que al profesional dedicado; valorar más los derechos de cierto sector (los autores) que del otro (los lectores) no parecen objetivos coherentes con la misión de la UNESCO. La instauración de observatorios contra la piratería, el planteo de objetivos serviciales a los intereses comerciales, la fijación de metas poco coherentes, necesitan una respuesta por parte de los lectores y de la ciudadanía en general.
Frente al “Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor”, queremos reivindicar el día 23 de abril como el Día del Derecho a Leer y del Respeto a las Bibliotecas Públicas. Las industrias culturales no necesitan financiación ni publicidad; el derecho a leer y las bibliotecas públicas necesitan activistas, militantes, promotores, que acerquen las obras a los lectores ansiosos. Menos criminalización y más derechos sería un buen comienzo.
Fuente: Fundación Vía Libre