martes, 8 de marzo de 2011

Martha Ferro la cronista roja

Trotskista, alumna de Letras, amante de los beatniks a los que se fue a buscar a Nueva York, parte de las redacciones más emblemáticas de Policiales de las últimas décadas, Martha Ferro se volvió una cara conocida con el documental Tinta roja, de Carmen Guarini. Pero para entonces ya llevaba décadas como la cronista más entrañable y popular del género: con una red de informantes informales en los barrios, conocedora de la calle y de la policía, atendía denuncias en la redacción, abría expedientes propios y se especializaba en lo que denominó “el policial tramontina”. La semana pasada, Martha Ferro murió y Radar la despide recorriendo sus anécdotas, sus años de sangre y también los de poeta en Nueva York tras la pista de Ginsberg y Kerouac
Por: María Moreno
Martha Isolina Ferro murió a medianoche entre el día viernes 25 y el sábado 26 de marzo. La precisión del dato, que me acercó su amiga Adriana Carrasco, no es forense, aunque tratándose de la más entrañable cronista de policiales que quedaba, no desentona, sino porque a ella le hubiera gustado esa precisión: era astróloga.
Todo el mundo cree que Martha Ferro nació en Olavarría. Pero no, era porteña. Lo que pasa es que Olavarría era una ciudad que se le impuso desde que, cuando era chica, vio en medio de la plaza una rayuela que había dibujado la militante montonera Norma Arrostito, como ella, una muchacha de mala conducta.

Cuando estaba en Buenos Aires Martha nunca estuvo muy lejos de La Boca, adonde formó a por lo menos tres generaciones de titiriteros. Decía que era para sacar pibes de la pasta base o del cartón por peso: usaba los clásicos de papel maché, nada de goma eva.

Trabajó en La Voz, ¡Esto! y Crónica. Fue militante del PST –en donde dirigió la revista de género Todas–, activista gremial, maestra titiritera y protagonista del documental de Carmen Guarini Tinta roja. El honor mayor que reconoció haber recibido fue que se bautizara Martha Ferro a una biblioteca infantil y juvenil de la calle Necochea.

Hasta aquí la necro oficial. Ahora, Martha ¿podemos empezar la joda?

En su ficción autobiográfica no falta el tradicional mito de origen: “Yo ya de chica hacía notas denunciando al almacenero que vendía menos de lo que tenía que vender. Hicimos todo un operativo de inteligencia con mi hermana y otra piba. Publicamos una hoja en mimeógrafo. Y fue un problema porque el tipo fiaba”.

No leía novela negra, vivía en novela negra.

En ¡Esto!, cuando la dirigía Pancho Loiácono, cubrió el caso Giubileo con la fotógrafa Cristina Fraire. “Que a la Giubileo Dios la tenga en la gloria pero que nunca aparezca el cuerpo, pensábamos, porque vivíamos de ella: acá compraba medialunas, acá se hizo el Papanicolau, hicimos chiquicientas notas”, se jactaba.

Loiácono le enseñó a mirar la escena del crimen: como en las novelas negras, un pucho apagado o una boleta de la tintorería podían llevar hasta el criminal, mejor que los pesquisas de la Federal a los que ella llamaba las SS.

Martha inventó un estilo en la tradición de los grandes cronistas populares como el Eduardo Gutiérrez de Hormiga Negra y los radioteatros de Juan Carlos Chiappe (alguna vez me contó que le hubiera encantado titular en verso como él: “Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya”. Sus poemas neoyorquinos eran el secreto de pocos (el que se publica hoy es una especie de “Aullido” canyengue). Se explicaba: “Antes escribía los policiales tipo Agatha Christie, pero después volví a mis orígenes porque la gente dice cuando cuenta un crimen ‘no, no me mate, se lo pido de rodillas’, pero se murió parada porque no pudo hincarlas”.

Como titulera de la revista ¡Esto! fue original: cuando se encontró con un pato que estaba parado en el féretro de un asesinado y no dejaba pasar a nadie sin que lo picara, tituló: El pato gay. El cuento de ella que más me gustaba era el de la travesti Carmelita Valenzuela: “Carmelo Valenzuela era un tipo que tenía su pareja pero su pareja era un taxi boy. La madre del taxi boy no sabía que Carmelita era Carmelo: entraba a la pieza y estaba chocha con la chica que había conseguido su hijo porque cocinaba, planchaba, baldeaba todo con lavandina. Carmelita había venido de Corrientes porque ahí no la soportaban. En Rosario no le fue bien y pidió trabajo en un frigorífico. Cuando llegó, todos se le cagaron de risa entonces ella dijo que iba a trabajar un mes gratis e iban a ver que podía. Le dijeron que sí y de paso los muchachos se divertían un poco. Carmelita levantaba la media res sobre un hombro y llegó a ser delegada. Iba a trabajar con tacos altos y era muy respetada en el gremio de la carne. Un día el taxi trae a una pareja homosexual para que hagan la fiestita. Entonces Carmelita lo mató. Adiós tacos y pollera con tajo. Cuando la llevaron en cana lo único que pedía era que la dejaran pintarse los labios antes de que la vieran de varón. A ese lo visité en Olmos, después lo perdí porque lo mandaron a Sierra Chica.” Cuando escribió la nota Martha había titulado El travesti cuchillero, el guapo que a Borges le faltó conocer.

No era populista, era popular: en el diario “firme junto al pueblo” en donde podía hacerle la carta natal al chorro redimido, en La Boca en donde se metía con los barrabravas cuerpo a cuerpo, en el Nueva York de los hipsters latinos y de la droga arty pero también de la política que exige jugar al truco con una camiseta con la cara de Trotsky.

Su amiga Graciela Fernández dice que la conoció así: “Se materializó en los pasillos de la estación Grand Central con una capa y sombrero de mosquetero feliz. Se había mandado a NY impulsada por Allen Ginsberg y los long-plays de The Mamas and The Papas. Me acuerdo de su inglés del principio: apenas tenía el vocabulario absurdo de los libros de Molinelli Wells. Llegó, padeció una estadía en el Alton Hotel para desocupados donde algunos negros lumpen la acosaron. Disfrutó encuentros múltiples con Mary, Peggy, Betty, Julie, rubias de NY”.

Una noche de hace cinco años, Graciela Fernández y yo le hicimos, en el casino flotante de Puerto Madero, la remake de Rubias de Nueva York a ese Gardel beat y mina que era Martha. Había cobrado parte de la indemnización de Crónica y nos dio dos lucas a cada una con la recomendación: “No se guarden nada como perejilas y, si arrugan, no traigan vuelto. Si ganan, hablamos”.

Yo perdí mil, guardé otros mil y los usé en algunos viáticos para un documental sobre los presos políticos de Coronda: arrugué pero seguí el estilo de la dadivosa que esa noche se tomó varios gin tonic, se enamoró de una florista del cementerio de Chacarita y ganó pero no se fue hasta que perdió y a las tres de la mañana aceptó un remise sin dejar de hablar de la florista. Al día siguiente se despertó enamorada de otra. Venía zafando del cáncer y, fuera del diario, conservaba el estilo de dandi fuyera, astróloga y zurda.

Graciela Fernández dice que dejó dicho que sus cenizas fueran esparcidas entre Buenos Aires, Olavarría y Nueva York: “Ahí por primera vez podía ser quien era, adherir al feminismo radicalizado sin perder su fidelidad a la cocina criolla: bocadillos de espinaca impecables y radioteatro que hacíamos en casa de un colombiano: diferentes versiones de Margarita Gauthier. Vivió en el ghetto de Connecticut trabajando a favor de la infancia puertorriqueña más desmadrada que los chicos negros protegidos por los Panthers, superstars del momento. Fue comandante de las Rent Strikes (huelgas de alquiler) de la calle 6 entre la Primera y la Segunda. Era la más solidaria, la que todos visitábamos, la que rescató a Héctor Libertella después de un asalto y fueron juntos a visitar la casa de Kerouac.
Andaba vestida de Trotsky, a veces de Colón. Enviaba mescalina por correo a los amigos porteños y muchas veces nos lavaba los sweaters a todos”.

Esa era Martha Isolina Ferro.

Radar agradece a Ana María Fioravanti y Néstor Latrónico la ayuda brindada para esta producción.

Una entrevista inédita: “Yo no jugaría al truco con esta sociedad”
“Hola, ¿comisaría? Soy Martha, de Crónica, ¿tienen algún muerto para mí?” La voz rasposa, áspera, como si hubiera sido diseñada por la ginebra tomada de parado en un estaño de los de antes –mármol y grifería de bronce– y el cigarrillo negro sin pausa, no pone ni demasiado énfasis ni demasiada ironía. Ella la acompaña con un gesto de clandestinidad, acercando demasiado la boca al tubo y sin dejar de mirar de reojo a la redacción bochinchera donde, de la antigüedad, sólo queda el sonido de la motorola del cronista que transmite desde el tercer cordón, restadas de la hilera de escritorios las pesadas Remington que, en el caso de la sección Policiales, justifican que su nombre coincida con el de las armas largas usadas en la revolución del 90. La imagen es de la película Tinta roja, un documental sobre el diario Crónica donde Martha Ferro se representa a sí misma como con sordina, a pesar de que sus relatos populares y toda su mímica, que mezcla el ademán del detective privado con el de la reina del hampa, pide biografía no autorizada o historia de vida registrada por alguien con oído absoluto para el habla porteña.
Por eso, uno se la imagina levantándose el cuello del impermeable, de espaldas a una rubia sospechosa con cara de Lauren Bacall. Despedida por el director del diario donde era la cronista estrella y delegada gremial, conserva ante la mesa de un bar su antiguo aire conspirativo: se inclina sobre el interlocutor mientras relojea la puerta, la mano desdeñosa alrededor del vaso ancho, como corresponde al protocolo del bebedor duro y parejo, y sin que la ginebra se le suba a la cabeza más que para la pendencia ingeniosa o la réplica de novela negra. Sólo que ahora, en el vaso hay agua mineral. También Fray Mocho debía tener esos gestos cuando entrevistaba a los “chorros” en el Derby, adonde también iba el presidente Carlos Pellegrini. Martha ha leído a Fray Mocho, no porque fuera el creador de la galería de ladrones célebres sino porque estudió Letras. Incluso se enamoró de los beatniks y de Allen Ginsberg (a quien fue a buscar a Nueva York). Bilingüe, trotska como se autodefine, sabe que esas cosas no le sirven para una investigación en La Boca o una temporada en la Isla Maciel. El cronista popular siempre esconde su cultura letrada. Quiere, en cambio, hablar en nombre y con el modo de las mayorías silenciosas, que no es que sean mudas, sino que hablan en los bordes.

Usted nota un deterioro aun entre los infractores de la ley, que antes mantenían un cierto “código”.
La degradación empezó con la crisis económica y a la crisis se le agregaron otras cosas, no solamente el alcohol, sino la pasta base, el denominado crack, que te vuelve loco. Ayer en Pinzón y Martín Rodríguez andaba un pibe de quince años. Se le acercó un viejo y le dijo “tomá, comete un sándwich”. Después el pibe entró a robarle un televisor. Entonces el viejo lo vio y lo mató a martillazos. Quince años tenía... La Boca tiene un montón de asentamientos en fábricas cerradas donde antes muchas mujeres tenían laburo y ahora el único que tienen es el de prostitución, en las casas vacías luego de la dictadura. Es que en La Boca iban a desalojar a un montón de gente porque la autopista iba a pasar por la calle Suárez. Pero ¿qué pasó? No se hizo. Entonces quedaron casas solas y empezaron a tomarlas. Hasta hace poco todavía había gente que laburaba. Los hombres en el puerto. Y las mujeres en las fábricas de alimentos, como Bagley y Terrabusi, en algunas textiles de Avellaneda o en el servicio doméstico. Eso se fue terminando. Entonces empezaron las migraciones de gente desesperada que venía de la provincia ya sintiendo el olor de 1986, donde las economías del interior quedaron sumergidas. Sobre todo en el litoral. Se cerraban las fábricas y los desocupados se venían para acá. La Boca era un barrio barato, en el sentido de que no tenías que pagar garantía. Pero en realidad, barato no era, porque una pieza salía doscientos pesos con baño compartido. Por entonces la violencia era por el fútbol. La Boca estaba libanizada.

Usted es testigo de varias décadas de violencia popular...
Sí, pero ahora la cosa sería así: “Hola Martha, ¿cómo te va querida?”. “¿Tenés algún muerto para mí? ¿Algún crimen pasional?” “No. Todavía no hay nada.” “¿Cómo?, ¿en este país nadie se mata por amor? ¿Todo es por vino?” Me acuerdo del caso de un albañil en Mar del Plata, que era oligofrénico. Se empezó a cartear con una mina de Jujuy. Carta va, carta viene. La mina le oculta que es paralítica y va a Mar del Plata un poco asustada. Pero él no se enoja. Al contrario. Está contento, porque de esta forma la va a tener ahí sólo para él. Para siempre. Esa, piensa, no se le va a ir. Literalmente, ¿no? Pero ahí empiezan a tallar las vecinas del barrio. Le dicen a la mina que tiene que hacer rehabilitación. Que en Jujuy por ahí no había nada pero que en Mar del Plata sí. Ella empieza a hacer rehabilitación y al final logra caminar. Entonces él la mata. Pero hoy el crimen es por la situación política y social. El criminal es la sociedad. La mami se prostituye por un kilo de falda y el tipo se entera. Entonces agarra el cuchillo y lo usa. Pero también las mujeres están matando mucho.

¿Las envenenadoras?
¡Ma qué envenenadoras! Las envenenadoras son de clase media. Las mujeres matan con el hacha o con el revólver. Muchas de ellas son mujeres golpeadas. Me acuerdo del sátiro de la dentadura torcida: violaba a las minas y las mordía. Tenía las prótesis mal hechas, les dejaba la marca. Y enseguida se lo reconocía. Ahora los asesinos seriales son los políticos. Como “el Turco” Julián, que vive en Palermo. Por eso yo siempre digo que no jugaría nunca al truco con esta sociedad.

¿Hace mucho que no va a la Isla Maciel?
Mucho. No quiero ni pensar cómo estará la Isla Maciel. En el ochenta había mujeres que iban a buscar la grasa de los frigoríficos para hacer chicharrón. Como única comida de los chicos. O buscaban ratas en los basurales. Las limpiaban con vinagre y se las comían. Y también iban a los restaurantes de La Boca –te estoy hablando de los de la villa– a buscar la comida de la basura para lavarla y cocinarla. Porque la Isla Maciel fue territorio del puerto, y el puerto fue desmembrado. Acordate que la Isla había sido zona del ERP. Entonces las minas quedaron muy organizadas. Por ejemplo hicieron zanjas, brigadas para cagar a palos a los violadores y echarlos de la Isla. Había una que se llamaba “Mingocha”, no sabía leer ni escribir, pero aprendió. Fue candidata a concejal en 1983 y sacó bastantes votos, ¡como tres! Y organizaba a las mujeres para jugar fútbol. Me acuerdo que fuimos con unas compañeras del PST a jugar con las pibas de la villa y nos ganaron tres a uno. Pero sobre todo nos cagaron a patadas. Ni te cuento. Eramos unas pelotudas de treinta a treinta y cinco años y las pibas de quince nos daban unas patadas en el orto que nos mataban. Pero en realidad nos felicitaron porque no nos habían goleado. Y estas son las cosas que armaba Mingocha. Le dieron un departamento ahí en las torres. Ella lo pagaba. Después su hijo tuvo un problema con las drogas y se volvieron al Chaco. El marido era paraguayo. Era buena mina Mingocha, una tipa dura, seria, una pesada, parecida a Irene Papas. En la isla el partido tenía un local. En esa época yo llevaba al payaso Mamarracho y hacía títeres. Me respetan muchísimo, todavía hoy lo que yo digo es palabra santa ahí. Para todo “preguntale a Martha”. Y aparte por el hecho de que yo me llevo mal con la cana. La historia mía con la Comisaría 24ª empezó porque estaba contra la barra brava de Paquinco, que es un hijo de puta. Y a este Paquinco un día justo se le da por pegarle una piña a una amiga artesana. Entonces lo escraché. Lo saqué en el diario y acompañé a mi amiga a hacer la denuncia a la fiscalía, porque si no en la 24ª se muere.

Cuando trabajaba en Crónica se había armado un especie de sistema de cronistas populares.
Ah, sí. Siempre tuve una especie de vida periodística anónima por los barrios. La gente me sigue llamando. “Martha, Martha, acá hubo un crimen.” “¿Y cómo fue?” “Pa, pa, pa.” “Bueno, averiguame rápidamente quién era el quía y me volvés a llamar. Después yo me voy hasta allá y nos vamos a comer una pizza.” Y lo hago. Yo no soy peronista, pero tengo una familia de peronistas, de patoteros: “¿Che, vos, me entendés lo que te digo o te tengo que fajar?”. Tenía un hermano “monto” que se murió hace poco. Yo utilizo ese estilo. Veo a uno medio pesado y le digo: “Vos que sos medio justiciero y yo que soy de Sagitario, cualquier cosa que pase me llamás a mí”. Y el tipo entra. A los fotógrafos de las comisarías, que por cinco centavos venden a la madre, les digo: “Vos loco, sacale un rollito para la cana, y sacá otro desde distinto ángulo para mí, que te lo compra el diario”. Al principio tenía que explicarles la cosa legal: “Si no son las fotos del sumario, a vos nadie te hace nada”. Ellos siempre están de acuerdo con la policía, pero uno siempre llega al lugar con ellos, y ellos, por cobrar la guita hacen cualquier cosa.

Usando la jerga policial, usted sabe “hacer hablar”...
Y... me acuerdo de Sergio Durán, un pibe a quien mataron en una comisaría de Morón. Hicieron la autopsia ante el comisario, el juez y el médico forense. Por supuesto que el tipo estaba recontratorturado, pero en el informe pusieron que murió por un paro cardiorrespiratorio normal no traumático. Y yo conseguí que uno de los policías de la comisaría se quebrara. Es un tipo raro, que hace poemas en lunfardo. El se había enterado de todo lo que había pasado en la autopsia, que estaba fraguada. Y no lo aguantó. Entonces convencí a los viejos para que pusieran un abogado, porque si no nadie se iba a acordar de nada. Y lo hicieron. Todo lo que el cana me había contado se comprobó en el juicio. Por eso una vez un comisario me dijo: “Vos nunca te comprés un chalet en Morón porque sos boleta”.

¿Hay buenos informantes zonales o la mayoría aporta datos inútiles o meramente pintorescos?
A veces venían a Crónica mujeres que habían estado en el campo de concentración y decían que les estaban quemando el departamento con la calefacción. Y ahí te dabas cuenta de que estaban medio “tocame un vals”. Pero me acuerdo de que había una mina de San Fernando, una pequeñaburguesa, lectora de policiales populares. Se juntaba con las fuerzas vivas de San Fernando. Se enteraba de cada quilombo, también de crímenes, entonces ella, para mandarse la parte, me llamaba: “Pasó esto, pasó lo otro”. Entonces yo ponía en las notas “según la Agatha Christie de la zona ribereña”, y la tipa chocha. Con ella teníamos cubierta la Zona Norte.

Esta entrevista es parte de un reportaje mucho más largo incluido en el libro La comuna de Buenos Aires (relatos al pie del 2001), que Editorial Capital Intelectual está publicando este mes en Argentina

Identikit
Por: Juan Ignacio Boido
Esa cosa terrible que es la policía
“El tema policial me empezó a interesar porque cuando yo era pendeja la quiniela era clandestina y mi vieja levantaba quiniela. Ese alerta permanente que había en la casa –tener la puerta bien cerrada, mirar antes de abrir– ya a los cinco años me hizo pensar en esa cosa terrible que es la policía, tipos que, porque mi vieja levantaba quiniela y sacaba dos mangos, la podían mandar en cana. Así que ese juego de gato y ratón me gustaba. Escribí mi primera crónica policial contra el almacenero del barrio. El tipo siempre te afanaba unos gramos de cualquier cosa que compraras, así que escribí una denuncia, hice unas copias y las repartí por el barrio. Esa fue mi primera empresa periodística. Por supuesto, mi vieja me cagó a palos porque el tipo le fiaba. Entonces aprendí lo que después vi que pasaba en las empresas: el almacenero era el publicista de la olla de mi casa.”

El policial tramontina
“Las hipótesis que aventuraba mi vieja sobre los crímenes que leía en Crítica y las radionovelas policiales me fueron dando el lenguaje y me ayudaron a descubrir que me interesa el policial popular. Creo que la sociedad es delictiva y que esto sólo lo puede barrer una revolución que no deje nada en pie. Por eso no me interesan las investigaciones o hipótesis sobre grandes robos o atentados como el de la AMIA: sigo los casos para sumar información, pero ya sabemos que todos esos crímenes parten del Estado, una manga de políticos irrecuperables.

¿Qué investigación van a emprender, si son ellos los culpables? Me interesan las historias cotidianas. Por ejemplo: voy a un barrio donde un tipo le sacó a una madre cinco fotos color con todos sus hijos. Le dice que son diez pesos, cinco por adelantado, para el revelado y el marco. Los cobra y no vuelve más. Si los políticos no se calientan por estas cosas, el descontento va a seguir siendo cada vez mayor, y en algún momento van a saltar el Riachuelo, van a atravesar La Matanza y se van a cargar a los charlatanes. Mientras, yo me encargo de los casos en los que se matan con un cuchillo de cocina. Lo que llamo el policial tramontina”.

El juguete rabioso
“A Enrique Sdrech le gusta Agatha Christie y a mí me gusta Roberto Arlt. Me gustan algunos del policial norteamericano, pero sobre todo Roberto Arlt. Los yanquis tienen asesinos seriales porque son casos que se dan en sociedades superindustrializadas, en tipos para los que matar se convierte en una forma de fordismo: en vez de montar piezas en serie, matan, matan, matan. Me interesa ver cómo se transforman en máquinas de matar. Pero acá, la serie es distinta. Se da en los militares y los policías: zurdo, cabecita, paragua, yoruga. Por eso Arlt me parece el mejor cronista de la sociedad policial en la que vivimos. Yo soy titiritera, y siempre me gustó hacer obras de ladrones donde se descubre quién es el chorro.”

Las redacciones perdidas
“De vuelta en Nueva York de la casa de Kerouac, me invitaron a ver La hora de los hornos. Después de ver eso, dije Chau, yo me voy para Argentina a hacer la revolución. Caí en el ‘74. Empecé a militar en el PST y laburaba de lo que podía, sobre todo vendiendo helados. Después de Malvinas entré a La Voz, un diario de Olavarría, después en La Gaceta de la tarde, y después recalé en la revista ¡Esto!, que dirigía Pancho Loiácono. Eso estaba bueno. A Pancho le gustaba tener gente de izquierda y de derecha para que fuera un quilombo. La propuesta de la revista me gustó. Teníamos a Juan Carlos Pérez, nuestro corresponsal en la cárcel. En ¡Esto! fue donde terminé de pulir el lenguaje policial; hasta teníamos permitido crear palabras. Como hienario. O la expresión un ajuste de amor. Lo mismo que desde el ‘86 hago en Crónica. Ese lenguaje riquísimo que no reflejan las crónicas policiales ni las novelas, aparecía en ¡Esto! y ahora aparece en Crónica.”

El caso Giubileo
“El caso de la doctora Giubileo me emocionó mucho. Para empezar, y esto lo dijo la policía, porque la tiraron en un pantano que no podían rastrillar por la cantidad de desaparecidos que iban a encontrar. Y además por su personalidad: en el momento en que la mataron, era una persona que tenía cinco amantes: yo no puedo mantener ni una relación y ella tenía cinco. Entonces me puse a pensar en el caso, hasta que sentí cómo se transmitía la mente de la tipa dentro mis elucubraciones. Y ahí dije mejor paramos. Porque si me voy a involucrar de tal manera en la mente de una tipa, me dedico a ser psicóloga.”

Ginsberg & Kerouac & los cinco latinos
“Me fui a Nueva York, buscando a Allen Ginsberg. Me hice hippie y estuve cuatro años buscándolo: yo vivía en la 11 entre la B y la C; tres años después, cuando ya casi me había resignado a no encontrarlo, me lo encontré en el correo. Resultó que él vivía en la 10 entre la C y la D, a tres cuadras de mi casa. Fue en el ‘69. Durante siete años viví vendiendo los pescaditos de espinaca que hacía mi vieja acá en un restaurante de comida macrobiótica. Pero conocí a Ginsberg y ese mismo año casi conocí a Kerouac. Un día estábamos on the road con Héctor Libertella, cuando vimos un cartel con el nombre del pueblo donde vivía Kerouac. Nos mandamos. Caímos cinco latinos en la casa donde había vivido el tipo. Nos recibió el cuñado. Era principios de noviembre y Kerouac había muerto el 21 de octubre. Le mentimos: le dijimos que llegábamos especialmente desde la Argentina. Nos hizo pasar. Nos consideró adorables. Charlamos un rato. Yo me quería afanar uno de los dibujos de Kerouac, pero la moral de Héctor Libertella y otros no me lo permitieron.”

Ni policías ni ladrones
“Es mentira que los medios son el amparo de los chorros. Es mentira que llaman a Crónica TV porque con las cámaras prendidas no los van a liquidar. En Ramallo los liquidaron adelante de todas las cámaras. Los chorros quieren ser famosos y punto. Por eso no tengo ni nunca tuve particular simpatía por el chorro. No me interesa. Yo no soy una reventada. Ponele los boqueteros: te sorprenden un segundo, pero enseguida te das cuenta que no son chorros con bandita como hace cuarenta años, que entraban pistola en mano y todos quietos. Ahora se necesitan planos de túneles y cañerías. ¿Y eso quién lo consigue? La policía. Y con respecto a los otros, no me vengan a festejar a alguien que le afana el sueldo a otro. Yo tengo las ideas bien puestas. No tengo los valores cambiados. Estoy siempre a favor de la víctima, no del que te revienta la cabeza. Yo quiero un mundo mejor, y en un mundo mejor nadie le afana a nadie.”

Estas declaraciones de Martha Ferro están tomadas de “Sangre sabia”, una breve historia del policial argentino de Juan Ignacio Boido incluida en el número de febrero del 2000 de la occisa revista Página/30

Cuando el barrio bate, no se equivoca
“¿Por qué me gusta el policial tramontina? Porque no me va eso de que una Fundación te dé diez lucas para investigar y después publicar un libro sobre un caso en el que ya sabemos quiénes son los culpables. En los casos simples está todo. Vos llegás, te enterás que el tipo volvía de laburar y que los chorros de ese barrio están entongados con la comisaría tal; los vivos éstos le quieren cobrar peaje y como el tipo se niega, un jefe, que vive en la casilla tal, dice sonaste viejo y lo ejecuta. En ese tipo de casos, llegás y, si sabés laburar, el barrio te cuenta quién fue y por qué. Ahí está todo. Cuando el barrio bate algo, no se equivoca. Por eso, si la policía no descubre es porque no quiere. Mirá, el caso más truculento del que me acuerdo, lo resolvieron los chicos de la calle. Fue así: una nena vendía estampitas en el tren. La madre denuncia que la nena desaparece. A los pocos días empiezan a aparecer en el barrio restos de una criatura. Los forenses dictaminan que probablemente sean restos de la nena y que había comido pollo. Los chicos que vendían con ella estampitas de la estación Ramos Mejía a la de Moreno ven el identikit de la nena que había salido en Crónica. Van a la policía. Siempre tan amable, la policía los caga a palos pensando que habían sido ellos. Pero por los datos que dan, sale que la madre es una prostituta, que la nena tenía que llevar por lo menos diez pesos, y que el día que la mataron la madre y el tipo con el que estaba habían comido pollo. Y por el identikit que publicamos y los pibes de la calle, se descubrió que la madre la había descuartizado. Al caso le pusimos La virgencita de los trenes.”

Se me ha muerto como del rayo...
Por: Carmen Guarini
La noticia me llegó sin anestesia. La esperaba en cualquier momento de estos últimos siete años, cuando los mails con los chistes se hacían escasos, la inquietud crecía. Pero dolió de manera impensada. Los dolores son siempre inesperados y “malvenidos”.

Pocas veces una persona impactó en mi vida del modo en que Martha lo hizo. Fue una admiración casi inmediata y sin firuletes, como diría la susodicha. Tuve, recuerdo, mucha expectativa en nuestro primer encuentro. Yo había comenzado a investigar para el film Tinta Roja y en esos escarceos me había metido de lleno en la redacción de la revista ¡Esto!, que dirigía el inconmensurable e inesperado “boss” Pancho Loiácono, quien en la primera entrevista enseguida me dijo: “Vos tenés que hablar con Martha Ferro”. Pero me tocó esperar unos cuantos días, porque no siempre andaba por la redacción y esto le agregó adrenalina a esa primera cita.

Muy rápido entendí que ella era una periodista de la gente y ahí estaba, metida siempre en los velorios de muertes tempranas, violentas, sucias. Escuchando atentamente el signo zodiacal del muerto o de la muerta y compartiendo mate con las vecinas que lloraban esos hechos naturalizados por la necesidad y la pobreza.

Ella andaba metida entre los costados más poéticos de las noticias duras, sacando literatura de la mugre. Hurgando en las miserias de todos, para poder entender la ausencia de paraíso.

Martha “era lo más” y cada encuentro con ella, para el café o la cerveza, que siguieron durante muchos años después a aquella primera aventura cinematográfica, eran momentos esperados.

Por eso no dudé en invitarla a una segunda experiencia, cortita pero intensa, ya que se trataba de denunciar a un represor en El diablo entre las flores y se unió al proyecto a pesar de que los dolores ya la acechaban.

Martha era para mí una fuente de ilustración y de impulso de vida. Una vida que ella alejaba para sí a pesar de mis retos amistosos. Ella estaba para atender otras necesidades, no las propias. La de los pibes de la calle, la de los jóvenes perdidos por la droga, la de la gente humilde que sólo pedía una oportunidad.

Siempre estuvo atenta a las historias que podían devenir un film (“tengo una idea para vos”) o a construirlas, como pensando que nuestros encuentros necesitaban alguna excusa.

Daba envidia ver cómo, cuando la enfermedad la acorraló, ella supo alejarla construyéndose una vida nueva, allá en Olavarría, adonde fue a quedarse para siempre, no sin antes ayudar a armar un espacio para los jóvenes. Su espíritu titiritero no la dejaba estarse quieta.

Agradezco el privilegio de haberla encontrado. Quisiera evitar los lugares comunes a la hora de las despedidas definitivas de quienes amamos, pero debo decir que esta gran mujer era realmente una pieza secreta, llena de luz y de sabiduría.

Uno de los poemas neoyorquinos de 1973
Blues de New York
Los largos días de la nieve con la taza de café y los sueños que empezaban cuando abría
la ventana para mirar a la calle y a las verdulerías.
Porque siempre a las 10 de la mañana hacia el invierno buscaba fósforos para freír
mi espinaca con cebolla y escribirle a todos
y recordar a mi abuela con su delantal gris y sus vestidos
negros símbolos de su tristeza vasca.
Algunas veces barriendo mi piso verde
y tratando algunas veces de acomodar mis pantalones con olor a ciudad
o a cowboy vencido después de la
conquista del oeste cuando llegaron las bicicletas
y alguien descubrió la luz eléctrica.
Entonces ventanas enjauladas de new york donde todavía quedan recuerdos de Rusia,
de Irlanda, y de Italia en las sopas callejeras que venden los herederos de los que
creían en la esperanza, antes y después de que Charlie Chaplin cayera golpeado por la paranoia de los rubios contra los alegres
Ciudad que se apolilla y se acucarachea mientras Brooklyn se acerca por los puentes
Ciudad donde encontré botas y besos dulces cuando eran los días tristes
y encontré empujones y golpes
y malos sueldos
y dolor de cabeza
y memorias de anarquistas vencidos.
; después las plazas con viejos, con los viejos que tienen todas las plazas
; después las calles con perros que van a restaurants y gatos que heredan millones de
dólares
; después los bomberos apagando incendios
; después mi vecina irlandesa vieja y borracha pegándole a una muñeca que oscilaba sin
lengua en el cielo raso, y abajo el olor a orín de las escaleras
después paredes que me espiaban cuando apretaba a mi cabeza entre mis rodillas llorando
; pero también el cielo con las membranas de la muerte y un barco con precio y oficinistas
que cruzan el agua hacia staten island
También las huelgas de alquileres,
el descubrimiento de que la cucaracha es un a animal milenario que no cambia, que sigue
existiendo,
que resiste venenos
que camina en sábanas
que camina en mis sueños.
Después las lavanderías y los supermercados
y los nuevos dioses que llegan de la india para salvar almas para salvar almas...
Tachos de basura con cucharas de plata y putas engordadas en las esquinas más solas
y los chinos con su arroz y sus salsas con precios baratos y olor a cansancio
Propagandas con paranoia y calma química para la intranquilidad
calma mezclada con tratamientos y cupones de comida.
Pero también la luna roja de Manhattan
y el sol verde algunas veces hacia el amanecer, en el río.
como el ajo y la pimienta en los huevos fritos
como las velas y las escaleras que siempre se suben,
como el miedo
como los policías disimulando tranquilidad
como la alegría de las ardillas en el invierno
como los antiguos sonidos del jazz que vuelve y desaparece en la historia del algodón
como los ghettos repitiéndose y cayendo
y otra vez la luna en el silencio de los ruidos ruidosos ruidosamente callados
luna siempre hacia el invierno con mi equinoccio de espinacas fritas y los dedos de mis
manos comprando café para olvidar al frío.
Fuente: Diario PáginaI12 

INCAA TV emitirá Tinta Roja

Tinta es un documental que tiene por tema no las noticias policiales sino quienes las fabrican, un grupo de periodistas, uno de los que brinda su testimonio es Martha Ferro, cuyo humor corrosivo tiene como contrapartida un escepticismo existencial que con la mirada puesta en la ambigüedad del discurso periodístico, manipulan y explotan el dolor, la muerte y el miedo ajenos.


Créditos:
Dirección: Carmen Guarini y Marcelo Céspedes
Guión: Carmen Guarini, Jorge Goldemberg y Marcelo Céspedes
Fecha de Estreno: 19 de marzo de 1998
Argentina, Duración: 70 minutos, Color, Apta para todo público

Equipo técnico:
Producción ejecutiva: Marcelo Céspedes e Inger Servolin
Fotografía: Livio Pensavalle
Montaje: Carmen Guarini y Claudio Martínez
Sonido directo: Horacio Almada
Asistente de montaje: Nadina Fushimi

Horarios:
10 marzo, 2011
22:00 a 23:40.

11 marzo, 2011
3:00 a 5:00.
8:40 a 10:20.
13:40 a 15:20.
18:40 a 20:20.

13 marzo, 2011
15:20 a 17:00.

16 marzo, 2011
23:40 a 23:50.

17 marzo, 2011
5:00 a 7:00.
10:20 a 12:00.
15:20 a 18:40.

19 marzo, 2011
15:20 a 17:00.