viernes, 11 de diciembre de 2009

La inepsia Pomar

El viernes pasado hablábamos de inepsia: de la culpable incapacidad que nos hemos acostumbrado a ejercer y tolerar. Este martes, la realidad decidió ofrecernos un ejemplo brutal: el misterio policial más resonante de los últimos tiempos se transformó de pronto en otra prueba de incompetencia extrema
Por: Martín Caparrós
El viernes pasado hablábamos de inepsia: de la culpable incapacidad que nos hemos acostumbrado a ejercer y tolerar. Y entonces este martes, por si quedaban dudas, la realidad decidió ofrecernos un ejemplo brutal: el misterio policial más resonante de los últimos tiempos se transformó de pronto en otra prueba de incompetencia extrema. Ya nadie ignora que el coche de la baqueteada familia apareció precisamente donde tenía que estar: volcado a un costado de la ruta por la que circulaba cuando desapareció. Parece un chiste –uno de esos muy malos, que un pesado se empeña en repetir a todas las visitas. Pero su gracia está en que no deja a nadie afuera: en que puso en evidencia tantas cosas.
A la prensa, para empezar por casa: nuestros medios se divirtieron durante tres semanas lanzando como información hipótesis y rumores sobre violencia familiar, narcotráfico, pasiones ocultas, parricidios varios, lo que los periodistas “investigaban” en los medios policiales y forenses a cargo del asunto. Cada vez más, nuestra prensa es un altoparlante para las versiones que quieren difundir los políticos, policías, empresarios, futbolistas y demás bataclanas: las famosas “fuentes”, que susurran al periodista lo que pretenden propagar –y que el periodista, falto de tiempo, quizá de ganas, quién sabe de pudor, tal vez de criterio, si acaso de dinero, suele reproducir y convertir en “información”. Así, nuestros medios terminan diciendo cualquier cosa. Lo sorprendente es que –inepsia mediante– tantos los leamos, miremos, escuchemos.
El chiste también expuso al gobierno bonaerense: la muerte Pomar nos permitió saber que el comandante Scioli había prometido, entre tantas otras cosas, reparar esa ruta provincial 31 que, parece, es un potrero; saber incluso que hace unos meses recibió del Banco Mundial un crédito de 50 millones para esos fines y que ni siquiera dibujó las obras. Pero no conseguimos sorprendernos; nos causa, digamos, la tristeza, el tedio de la comprobación de lo evidente. Y de otra evidencia repetida: que una de las pocas cosas que sí producen efectos en la Argentina actual son las muertes violentas. Por ellas se ha desatado el pánico a los chorros, por ellas se vuelve a hablar de la violencia policial en recitales y otros encuentros públicos, por ellas, ahora, es probable que la ruta 31 –o, digamos, algún tramo de la ruta 31– reciba el tratamiento que todas deberían. Si fuéramos un país serio deberíamos hacer como los antiguos cretenses: sortear cada ¿mes? a alguien –ellos buscaban vírgenes, pero no hay que ponerse quisquillosos– para entregarlo al monstruo y conseguir, gracias a esa muerte sacrificial, algo que realmente precisemos. Es, de todos modos, lo que hacemos, pero sin orden ni concierto; propongo que el mecanismo se organice y que el Estado se haga cargo: que perciba un impuesto, supervise el sorteo y mande los verdugos. Y decida quiénes van a cobrar el diego por sacarte del bolillero y a qué hora van a pasar el show por canal Siete para todos.
(No sería más que la aplicación de la más firme tradición católica apostólica en un país cuya constitución dice que la sostiene. Quizá sea por ella que acá sin muertes no conseguimos pensar nada. Me dijeron que los cristianos creen que hay alguien que murió torturado porque era la única forma de salvarlos de ciertos pecados; esto sería lo mismo pero sin cruz, que queda feo).
Así que –por ahora– las muertes Pomar probablemente sirvan, por lo menos, para que arreglen ese tramo de la ruta: es pobre, triste. Porque además es cierto que las muertes viales son las que menos valen, las que menos producen: como si formaran parte de la naturaleza, como si a eso también estuviéramos resignados. O como si nadie creyera que puede sacarles rédito político. En cualquier caso, contra ellas no se levantan los clamores que sí provocan los asaltos a tiros en la calle –y, sin embargo, el tránsito criminal mata cuatro veces más que los ladrones. A mí me parece mucho más detestable –y peligroso para sus congéneres– un nene de papá lanzado a 150 por la avenida porque se siente un vivo bárbaro, que un pobre turrito pobre que sale de caño para creerse que puede hacer algo en esta vida.
Las muertes de tránsito no son en absoluto inevitables: en muchos países las redujeron mucho; acá, tan poco. Porque son, otra vez, claro producto de la inepsia: la de los gobernantes que no proveen buena infraestructura ni controles serios pero, más, la de los ciudadanos: cantidad de gente que no sabe las reglas básicas –que no sabe por ejemplo quién tiene la prioridad de paso cuándo, que no sabe para qué sirven los cinturones, que no sabe manejar el coche que maneja– y, sobre todo, cantidad de gente que no sabe que no es inmortal: el grado más extremo y más idiota de la ignorancia.
Pero el chiste, por supuesto, ha colocado en la cima de la inepsia a la gloriosa Bonaerense. Si querían terminar de convencernos de lo que ya sabíamos no se les podía ocurrir mejor sketch: que centenares de policías –“efectivos” no parece la palabra indicada– no consigan encontrar un auto rojo en el lugar donde tenía que estar, al costado de la ruta donde se perdió, y que entonces se hayan pasado veinte días intoxicando a la población con todo tipo de versiones imposibles, es un logro extraordinario y despeja cualquier duda. No se les puede siquiera sospechar mala voluntad: les convenía encontrarlos rápido y simplemente no supieron, inepsia casi pura. Ésa es la policía a la que el comandante Scioli quiere entregar más armas para que “tiren a matar”.
Aunque sería simpático, tranquilizador si sólo fueran mayormente ineptos. El efecto más notorio del segurismo vigente consiste en hacernos olvidar que las policías argentinas son –salvo honrosísimas contadísimas excepciones– no sólo muy incapaces sino también, por tradición y vocación, muy peligrosas para todos. No sé si alguien lo hizo a propósito –yo desconfío, en principio, de las teorías conspirativas porque precisan cierta inteligencia– pero está claro que, gracias al segurismo, tantos ciudadanos que sabíamos que la policía era uno de los mayores peligros que podíamos enfrentar sentimos cierto raro alivio, ahora, a veces, cuando los vemos en la calle. Nos convencieron de que no hay mejor que el zorro para cuidar de nosotros gashinas.
Es un buen golpe sobre la opinión pública, la forma actual del gatopardismo de masas: cambiar la imagen sin cambiar más nada. Si algún gobierno quisiera mejorar de verdad la seguridad de sus ciudadanos tendría que empezar –empezar– por investigar en serio, veloz, ejecutivo, la enorme cantidad de denuncias judiciales y/o públicas sobre policías que mandan chicos a robar, que lucran con desarmaderos, prostíbulos y deliveries de merca, que extorsionan, que pagan por sus territorios –y tomar las medidas del caso. Pero claro, quién se atreve a ponerle el cascabel a esa bolsa de gatos celosos. Es la paradoja de los gobiernos argentinos: no pueden gobernar con ese poder paralelo que los desgasta cada día, no pueden gobernar sin apoyarse en ellos; saben que deberían rehacerlo de cabo a rabo, creen que no pueden.
Parece imposible. Pero nada parecía, hasta hace dos días, más imposible que encontrar a los Pomar en el lugar donde debían estar. Lo bueno del país de la inepsia es que, de puro ineptos, lo imposible sucede todo el tiempo.
(PD: mientras tanto queda, para la familia P., entre otras cosas, una duda módicamente shakespeariana. Acarician, se dice, la posibilidad de querellar al Estado provincial por no asistencia a persona en peligro, porque la señora P. no murió en el acto del accidente sino un poco después. Todo depende de cuánto sea ese poco: si alcanzaba para que un auxilio la salvara, o no. La autopsia, se supone, va a decirlo. Mientras esperan ese veredicto, los imagino debatiéndose entre el deseo de que su agonía –su sufrimiento horrible– no haya durado tanto y el deseo de que sí, para que justifique el juicio. Y hasta tendrían razones presentables: si duró, se dirían, por lo menos su muerte tiene algún sentido, le deja algo más a su pobre hijo. ¿Algún sentido? ¿Vale la pena ese sufrimiento para que el nene reciba esa plata? Bueno, si se pudiera elegir no, pero ya que pasó... No, pero cómo vas a querer eso. Y sí, a ella le gustaría saber que sirvió para algo. ¿Vos creés? –y así de seguido. Hay momentos en que la vida se pone cocorita y se divierte. La vida sí que no es inepta: crueldad pura).

Fuente:
Crítica de la Argentina