sábado, 12 de diciembre de 2009

¡Chau, Posse!

Por: Osvaldo Bazán
Me echaron del colegio secundario el último día de clases de quinto año. En realidad, un día después del último día, lo cual convirtió todo el entuerto en una divertida batalla burocrática que terminó con la intención de la directora del colegio y varios profesores de echarme, pero la imposibilidad efectiva de hacerlo porque lo decidieron un día después de finalizado el año escolar. Es que me habían designado para que en la fiesta de graduación leyese el discurso de despedida. El “leyese” era más textual de lo que yo pensaba. En 1981, hasta los discursos de fin de curso tenían que pasar por censura previa. Así que la directora del colegio –no me acuerdo el nombre, por suerte tengo el rígido cada vez más selectivo; sólo recuerdo de ella dos cosas: a) Que su apellido era “Cavallo”; 2) Que era dueña de una nariz prominente– me pidió por adelantado el discurso: “A ver qué vas a leer”, dijo. Y ahí le di un papelito zonzo, una hoja de generalidades y el cariño de los compañeros y aquí está la bandera idolatrada. Llegó el día de la fiesta que para un pueblo como el mío, Salto Grande, allá en medio del mar que todavía no era de soja, era el acontecimiento social del año. Lo corroboraba el hecho de que mis compañeras se vestían de largo y mis compañeros y yo estrenábamos traje. En fin, lo que se pueden imaginar. Tenía 18 años y era el momento de empezar a cambiar el mundo. Me armé de valor, dejé el discurso escrito en el bolsillo y me largué a improvisar. A decir aquello que siempre habíamos dicho con mis compañeros en las horas de clase, en los recreos, en las mateadas. No daba, el colegio secundario, no daba. La explicación de cómo entraban las leyes al parlamento, como una Cámara era equilibrio de la otra, cómo salían las leyes, era tachada al final con el comentario de la profesora de Instrucción Cívica: “Pero ahora esto no funciona porque en el congreso está la CAL, formada por los integrantes de las Fuerzas Armadas”. Los generales siempre caían bien parados en las historias que nos contaban. El que más me molestaba era Roca, no entendía cómo se podía conquistar el propio país de uno matando a los que estaban antes en el lugar. No, los libros de Bayer no estaban en la currícula oficial. Bayer mismo no era palabra a pronunciarse en las salas. Supongo, también, que las profesoras no lo conocían. No tardamos cinco años en comprobar que nada en el sistema estaba preparado para hacernos más críticos, más libres, más inteligentes, más ciudadanos. Todo lo contrario. Lo importante en el colegio secundario era que estuviéramos encerrados unas cuantas horas en un lugar. Pelo al ras, mocasines, silencio por las dudas. Siempre desconfié de la imagen del adolescente abúlico. Creo que esa abulia está incentivada por los mayores. Adolescentes abúlicos son oro en polvo para mayores ausentes. Molesta menos un adolescente abúlico que uno cuestionador. Así se desnudaba el colegio secundario para nosotros, “los hijos del proceso”, un lugar donde lo secundario era el conocimiento. Una cárcel más benigna de las que en esos mismos momentos poblaban el país, pero una cárcel al fin. Nada que tuviera que ver con la vida tenía que ver con el colegio secundario. Bueno, frente a las chicas y sus vestidos largos, frente a los muchachos con el traje nuevo como en “Flor de Lino”, frente a los padres nerviosos e incómodos en la poco habitual corbata, frente al pueblo casi entero en sus mejores galas tomé el micrófono y dije: “Es una pena, pero miro para atrás y parece que no aprendimos nada”. Excepto, claro, eso de crecer todos juntos con un grupo de nenes que se convierten en gente grande, lo mejor de la experiencia. Bueno, no cayó bien, la profesora que tenía que darme la libreta se negó a hacerlo y sólo aceptó Ana, la de Biología, que era la más piola, la que entendía de qué se hablaba y la que ya estaba cansada de todas sus colegas.
Pensaba seriamente en aquel momento de los dulces 18 que el exceso de la carga en los temas disciplinarios era el problema principal.
Al final no pudieron echarme pero qué lindo gusto que se dieron de arruinarme aquella noche y como soy rencoroso, no se me pasa. Igual, supongo que fue 1 a 1, yo la pasé mal, pero les arruiné la fiesta. Y mis ansias de protagonismo salieron bien paradas. Faltaba más.
Después pasó todo lo que pasó y todo lo que no pasó. YouTube informa cada dos por tres sobre casos considerados graves de indisciplina escolar. Chicos que se burlan de sus profesores, les queman el pelo. Chicos que se desnudan y ¡horror! tienen sexo en las aulas (cuestión aparte, qué eufemismo simpático “tener sexo”. ¿Se piensan que se puede estar en un aula o en cualquier otro lado sin tener sexo?¿Dónde se lo deja?¿En la puerta? Uno siempre tiene sexo, a veces lo usa). Parece que la disciplina no es el principal problema de la escuela, como cuando nos tocó a nosotros. Parece que ahora el tema es la indisciplina. Pero el embole es el mismo.
De aquel autoritarismo a esta nadería, la aventura del conocimiento es a la que nadie se le atreve. El conocimiento sigue siendo secundario.
Eso estaba pensando cuando escucho por radio al designado ministro de Educación de la ciudad y todas las fichas vuelven a cero. Escucho a Abel Posse reivindicar a Roca, leo sus comentarios superficiales, machistas, reveladores de un puñado grave de prejuicios y zonceras y me preocupa todo lo que no ha pasado en este tiempo desde que casi me echan del colegio por decir una cosita que no era del agrado de las autoridades hasta hoy, que los chicos le queman el pelo a las profesoras. Ni la dictadura ni la indisciplina sirvieron para que los alumnos aprendieran algo. Se ve que no es la base donde se apoyan los conocimientos.
Posse quiere disciplinar y castigar. Y ahí se le va a ir toda la iniciativa. Reprimir va a ser la palabra que más use, porque está convencido de que el poder disciplinador es el que vale. No recomiendo leer sus escritos, son altamente inflamables. Literalmente, y con perdón de la mesa, te queman las pelotas.
No soy de los que piensan que la educación va a salvar al país. Soy de los que creen que sólo la educación pública va a salvar al país. Lo demás son empresas más o menos competentes –más veces menos que más– a las que el futuro del país obviamente tiene sin cuidado. Es el Estado el único que puede embarcarnos a todos juntos en los caminos de la civilidad, la solidaridad, la diversidad. Esos guetos generalmente caros no son, por definición, formadores de ciudadanos. En su constitución está el germen de la desigualdad social: preparan a tus hijos para que lo que importe sea la diferencia, no la igualdad. Pagás la diferencia. Sólo el Estado tiene la responsabilidad de formarte y educarte como ciudadano, no como cliente. Por eso, que un señor cuyas papilas gustativas se deshacen en saliva al escuchar la palabra “represión” y que saca del baúl de los peores recuerdos palabras como “troskoleninista” como insulto esté al frente de la educación de los chicos porteños me apena y me pone otra vez, con un traje nuevo como en “Flor de Lino”, lleno de miedo y esperanza y certezas, en el salón de la sociedad italiana de Salto Grande. Y entonces otra vez, como cuando tenía menos kilos y más pelo, menos hipocresías y más libertad, menos dudas y más urgencia, agarro el micrófono, los miro a todos, uno por uno, y les digo: “Es una pena, pero miro para atrás y parece que no aprendimos nada”.

Fuente: Crítica de la Argentina