viernes, 4 de septiembre de 2009

Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual: la intención no es lo que cuenta

Por: Américo Schvartzman, especial para Análisis Digital
Es imprescindible discutir (y mucho) el proyecto enviado al Congreso. Porque si se aprueba como está, no sólo se entregaría un formidable negocio a algunas empresas, conformando nuevos grupos oligopólicos; además, nada impediría al próximo Gobierno poner (por ejemplo) a Sofovich al frente de la comunicación pública o seguir repartiendo a piacere los millones de la publicidad oficial. Para democratizar la comunicación, no hay que juzgar intenciones, sino propuestas legislativas.
Es positivo que en la Argentina –después un cuarto de siglo en democracia– se dé el marco político para una nueva ley de radiodifusión, diametralmente distinta a la que hoy está vigente. Como es sabido, ésta es la sancionada por decreto por la dictadura, cuyo espíritu era el de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que limitaba el acceso a las licencias por parte de cooperativas y entidades sin fines de lucro, que restringía la libertad de prensa, que no preveía ninguna forma de participación, gestión o control por parte de la sociedad, y que sólo fue emparchada en democracia para permitir negocios oligopólicos, consolidando a determinados grupos y habilitando otros nuevos.
Desde el 18 de marzo fue llamativo que muchos periodistas y comunicadores muy respetados no parecieron motivados a analizar el proyecto de ley ni mucho menos a tomar partido. Otros, demasiado acríticamente, salieron rápidamente a apoyar la propuesta, evitando un pormenorizado análisis que quizás les hubiera producido menos entusiasmo pero hubiera resultado más útil para la democratización de la comunicación en la Argentina.
Se miente mucho en este asunto. Miente Clarín cuando de entrada, sin analizar el asunto ni reconocer cómo afecta sus intereses, titula que la Ley es para “controlar a los medios” y la llama “mordaza” o desmesuras por el estilo. Miente el Gobierno, cuando dice que el suyo es el primer proyecto sobre el tema. O cuando omite que en 2005 arregló con el entonces no tan demoníaco grupo Clarín la renovación de sus licencias por 10 años más. También cuando dice que democratiza la comunicación, cuando en el proyecto de ley no se habilita ninguna instancia decisiva con participación popular y por el contrario, pone todo el sistema en manos de una Autoridad Federal de cinco miembros, con una mayoría de tres nombrada por el partido de gobierno.
Una ley de esta envergadura no puede tratarse a libro cerrado ni en tiempo récord, como se ha hecho con tantas normas importantes en los últimos años. Pero tampoco puede demorarse su tratamiento con el insostenible argumento de que debe hacerlo el nuevo Parlamento a partir del 10 de diciembre. Con esa excusa, seguiremos indefinidamente sin sancionar una nueva ley de Radiodifusión, como ha sucedido hasta ahora (y como, quizás, les convenga a De Narváez y a otros grupos que tienen claros referentes partidarios). La ley debe debatirse, en serio, sin dejar que prevalezca la ingenuidad de quienes creen que el proyecto oficialista es inmejorable, ni la obcecación de quienes prefieren que los grupos concentradores les escriban el libreto.
Juzgando propuestas, y no intenciones, el eje del debate de una nueva Ley debería ser la convocatoria conocida como los 21 puntos de la Coalición para una Radiodifusión de la Democracia. Y es verdad que muchos de esos 21 puntos están incluidos en el proyecto enviado al Congreso por el oficialismo. Pero también es cierto que otros faltan, y los que faltan no son menores. Se detallan a continuación.
Uno de los que no aparece ni por asomo es el punto 3, que dice: “La ley deberá impedir cualquier forma de presión, ventajas o castigos a los comunicadores o empresas o instituciones prestadoras en función de sus opiniones, línea informativa o editorial (...) Estará prohibida por ley la asignación arbitraria o discriminatoria de publicidad oficial, créditos oficiales o prebendas”. Es sabido que una forma muy efectiva de esa presión o ventajas, es la publicidad oficial. Curiosamente, no existe en el proyecto girado al Congreso. Mariotto dijo que es porque en la normativa internacional se encontraron con que las leyes no incluyen el tema. Qué conveniente. En cambio, otros proyectos establecen normas precisas: que el 50% de la pauta oficial se distribuya por igual entre todos los servicios de radiodifusión y, como mínimo, un 25% se destine a programas culturales y educativos; que se prohíba la contratación de publicidad oficial desde la fecha de convocatoria de los comicios y hasta la realización de las elecciones.
Otro punto ausente (e importantísimo) es el 19, titulado “Por un nuevo ComFeR”. Allí se lee: “La autoridad de aplicación deberá respetar en su constitución el sistema federal y estará integrada además por organizaciones de la sociedad civil no licenciatarias y por representantes de las entidades representativas de los trabajadores de los medios y de las artes audiovisuales”. El proyecto oficialista establece como autoridad de aplicación a un directorio en el que el poder político coyuntural tiene mayoría, con el riesgo de que pueda manejarlo a su arbitrio. En cambio, la autoridad debería ser un Consejo Federal de Servicios de Radiodifusión con representantes de todas las provincias y organizaciones de la sociedad civil, un organismo participativo, democrático y federal, directivo, y no meramente consultivo como en el proyecto del oficialismo.
Vinculado con el anterior, otro precepto de los 21 puntos que brilla por su ausencia en el proyecto oficialista es el número 12, que propone que “Los medios estatales deberán ser públicos y no gubernamentales”. En el proyecto de ley del oficialismo se crea un sistema de medios públicos en el que, otra vez, se repite el esquema de un directorio de cinco de los cuales tres son nombrados por el partido de Gobierno. Es decir: si la ley queda como está, el próximo Presidente puede poner a Sofovich al frente de Canal Encuentro y a Daniel Haddad como presidente de la Autoridad Federal. Nada se lo impide. La participación social, otra vez, queda relegada a un consejo asesor que puede “colaborar” con propuestas.
La Defensoría del público es el punto 20. Está en el proyecto oficialista, pero en lugar de surgir de un concurso público o de una elección popular, ¡la nombra el Ejecutivo! Así, en lugar de Defensor del público, será Defensor del Gobierno.
Insistimos: debemos analizar propuestas legislativas, no intenciones. En ese sentido, hay otro “temita” que tampoco es menor: establecer con claridad que las contratistas del Estado no puedan ser licenciatarias de frecuencias. Claro, eso dejaría afuera a varios de los grupos amigos del kirchnerismo (Rudy Ulloa, ElectroIngeniería, Haddad etc). Pero ¿acaso el objetivo no es evitar que se formen o consoliden grupos oligopólicos? Entonces debe avanzarse en esa cláusula. ¿O es que el proyecto apunta a reemplazar a determinados grupos por otros? Si lo que analizamos es la propuesta y no las intenciones declamadas, la respuesta –por desgracia– es positiva. Para que sea negativa, debe modificarse la propuesta legislativa.
Hay otros aspectos técnicos y políticos que el proyecto no contempla o deja librados al Ejecutivo, como por ejemplo la cuestión de la radiodifusión digital (en la que de forma inconsulta, por decreto, el Ejecutivo acaba de hacer una opción); la declaración del espacio radioeléctrico como bien público (punto 4 de los 21); garantizar el acceso universal a los contenidos culturales (por ejemplo, incorporar obligatoriamente las señales de TV abierta en los sistemas de TV paga, o que Canal Encuentro se incorpore al sistema nacional de medios, entre otros).
Es necesaria (y posible) una nueva Ley que transparente reglas de juego, que sea hostil a la concentración multimediática, que promueva la diversidad y el federalismo, que democratice los bienes culturales, que asegure la participación ciudadana y sectorial en la determinación de las políticas del área, que no confunda control estatal con gubernamental y que socialice la discusión sobre la conversión digital. Queremos y (necesitamos) democratizar la comunicación y para eso el Congreso debe abrir el debate público con amplia participación ciudadana. Sin apuros, con seriedad.
La democracia es, entre otras cosas, la forma de organización social que garantiza una manera no violenta de dirimir conflictos de intereses entre sectores. Una ley de esta naturaleza es necesaria (y posible) pero no surgirá de un consenso total de los actores sociales: está claro que no consensuarán aquellos grupos perjudicados, que quieren mantener su posición hegemónica. Precisamente por eso es importante reunir el consenso de todos los que se dicen sinceramente interesados en democratizar la comunicación. Esperemos que los actores lo entiendan, empezando por los que tienen la mayor responsabilidad. Nunca es tarde para empezar a hacer las cosas bien.

Fuente:
Análisis Digital