sábado, 13 de junio de 2009

Dice Bazán: General Motors compró Crítica de la Argentina

Últimamente, anda por ahí una ideíta aparentemente crítica, que se desparrama y se hace carne en mucha gente, que dice “no creas en lo que dicen los medios”. Ok, no les creo. ¿Entonces qué? Quedamos así, incrédulos e inoperantes.
Por: Osvaldo Bazán
Mi primo, chacarero de los autodenominados “gringos”, me dijo: “Yo leo La Nación porque ahí escriben lo que yo quiero leer”. No sabía mi primo que coincidía casi, casi, palabra por palabra con mi amigo porteño que dos días antes, en un mail, me había contado: “Yo leo PáginaI12 porque ahí escriben lo que yo quiero leer”.
Mi primo vive de su trabajo en el campo.
Mi amigo vive de su trabajo en el Estado.
Viene Perogrullo y dice: Los diarios firman un contrato con sus lectores. Lo hacen desde la elección primaria de sus columnistas, desde los temas que proponen, desde los que no proponen. Dice tanto un editorial de Morales Solá como la foto de las tetas de Diario Popular; las pesadas páginas de psicología de PáginaI12 como las infografías desplegables de Clarín. Por suerte, la objetividad es una nimiedad que a esta altura del partido sólo pueden pedir oyentes de los que llaman escandalizados a los programas de AM o foristas paparulos en sitios de internet. No hay objetividad posible. Hay señores, hay intereses, hay prejuicios, hay negocios, hay mediocridad, hay de todo menos objetividad.
Conclusión ramplona pero real: es tremendamente subjetivo pedir objetividad. Objetividad suele ser: “Pensá como yo, querés”.
Informame qué pasó.
Lo que pasó es que el Estado es redistributivo y por eso el dinero de los jubilados volvió a sus manos, y que Kirchner sólo quiere hacer caja y se quedó con la plata de los jubilados, y que la Argentina es comunista y uno no puede decidir qué hacer con su jubilación y que por fin el Estado se hace cargo de los intereses de sus ancianos, y que las AFJP son coartadas en su libertad de decidir sobre sus inversiones y sus fondos, y que el dinero de los argentinos queda en la Argentina y no se va más a paraísos fiscales y ahora sirve para crear más riqueza nacional.
Nada de eso es verdad, todo eso es verdad. Eso es objetividad.
Últimamente, anda por ahí una ideíta aparentemente crítica, que se desparrama y se hace carne en mucha gente, que dice “no creas en lo que dicen los medios”. Ok, no les creo. ¿Entonces qué? Quedamos así, incrédulos e inoperantes. No le creo a ningún medio. Pero es que los medios son aquellos que tienen la obligación de contarme de qué va la cosa. Si nadie me la cuenta, ¿de qué va la cosa? Si no tengo un relato ni los datos del relato, ¿no hay relato? Ya decía hace años Noam Chomsky que los grandes medios de comunicación se han convertido en simples agentes de prensa de los grandes poderes. ¿Qué hay de verdadero en los relatos de los grandes poderes? ¿Qué se puede aprender de ellos? ¿Qué hago con toda esta información que me dan todo el tiempo? ¿Para qué me la dan, si es increíble? Me llenan de información que no pedí para decirme al mismo tiempo que no la crea. ¿Ves una manera mejor de atarte de pies y manos? ¿Ves alguna manera de inducirte a decir “¡ma’ si, yo hago la mía, total no importa nada!”?
Si vamos a ser tan simplotes de no creerle a nadie (viene Perogrullo otra vez y dice: “No es lo mismo no creerle a nadie que no creer en nadie”), ¿qué tal si les creemos a todos? A todos. A Morales Solá y a las tetas de Diario Popular. Al mamotreto de psicología de Página y a las infografías a prueba de analfabetos de Clarín. Hasta a esta contratapa de Crítica de la Argentina. Cada medio dice lo que dice por algo. Cada poder arma un discurso. En ese sentido, es verdadero. Ese relato del mundo es una visión del mundo. Todas esas visiones del mundo, sumadas, restadas, multiplicadas, hacen el calidoscopio en el que vivimos. Sólo así podemos tener un acercamiento medianamente realista de lo que pasa.
No sirve de nada leer sólo aquello que confirma lo que pensamos. Nos cierra el mundo, nos vuelve soberbios consumidores de nuestra propia verdad, nos limitamos al círculo de confirmaciones de verdades autoprofetizadas. Reforzamos nuestra percepción de que somos inteligentes. Y que, por sobre todos los demás que piensan diferente, tenemos la posta.
¿Ves? Yo te dije que la película era buena, ¡lo dice Minghetti en La Nación!
¿Ves? Yo te dije que la película era una bosta, ¡lo dice Bernárdez en Página!
Los lectores fieles –¡qué especie necia!– no se animan a confrontar su sistema de pensamiento con alguien que piensa distinto. Muerta su capacidad de autocrítica, reproducen el panegírico o la diatriba que consumen. Sólo tienen oídos para un discurso, condenándose al sonido monoaural. Aferrados a una verdad revelada de la que están convencidos, desprecian cualquier posibilidad de cuestionamiento, y en ese círculo de demagogia e ignorancia deliberada se pierde no sólo lo más rico del pensamiento periodístico sino también la posibilidad de entendimiento. Entre mi primo y mi amigo no hay círculo de intersección posible. Se desprecian sin conocerse. Y ahí está Boca y ahí está River y se terminó el chiste.
Ningún diario se anima a provocar a sus lectores, a decirles: “Che, ¿pero vos estás seguro?”, “¿Y si lo pensás así, al revés?”, “¿Y si te digo este otro dato que no es justo, justo, el que estabas esperando?”. ¿Y si un día Página hace una investigación que comprometa al gobierno nacional? ¿Y si un día La Nación reconoce que el Gobierno no hace todo mal? ¿Y si los reyes me dejan una bici?
El público –progresista, de izquierda, de derecha, de cualquier lado– es tan conservador que una vez que piensa cómo le gustaría que fueran las cosas da por clausurada cualquier otra posibilidad. Está tan inseguro de lo que cree que tiene que ir al diario todos los días para que le digan “sí, están redistribuyendo” o “sí, son soberbios y autoritarios”. Pero... ¿y si el lector se está equivocando, si está siendo inducido a equivocarse, si hay datos que le faltan para cumplir el rompecabezas complejo de una realidad que es mucho más que una verdad? Seguramente, no va a ser el diario que confirma el propio relato deseado quien se lo diga. La única solución sería leer a los otros, escuchar a los otros.
Un día, a raíz de una nota, Eduardo Feimann (el Feinman malo, suponiendo que el otro es el bueno) me invitó a almorzar. Le dije que sí, elegí el restaurante más caro que se me ocurrió, miré la lista de precios, elegí el plato más caro y escuché su charla durante hora y media. Un embole. No me molestó lo facho, eso ya lo sabía. Me asombró lo terriblemente aburrido y chato de su discurso. Lo impermeable de sus convicciones. Pero creo que ver de cerca a alguien tan en las antípodas puede ser enriquecedor. Al menos para saber por qué yo no era así. Y pagó él.
Hagan la prueba. Lectores de Página, lean La Nación y empiecen a desconfiar de Página. Lectores de La Nación, lean Página y empiecen a desconfiar de La Nación. Verán que el mundo es mucho, mucho más rico.
Cómo me gustaría trabajar en un diario tan desprejuiciado, inteligente y provocador como para permitirme publicar esta nota. Pero no sé, parece que Bonasso acaba de denunciar que a Crítica de la Argentina la compró General Motors.

Fuente: Crítica de la Argentina