domingo, 12 de abril de 2009

Democracia y comunicación

El Gobierno y la oposición degradan el debate sobre la concentración mediática y la libertad de expresión. Es imperativo reemplazar la Ley de Radiodifusión, pero el tema no se resuelve enviando un proyecto al Congreso.
Por: Miguel Bonasso
El debate sobre la concentración mediática y la libertad de expresión está siendo degradado a dúo por el Gobierno y la oposición. El Gobierno ha instalado en la sociedad la sospecha de que quiere una nueva Ley de Radiodifusión cuando se pelea con el Grupo Clarín y se desinteresa de la reforma cuando Néstor y Magnetto recuperan el diálogo productivo que hace un lustro prorrogó las concesiones audiovisuales del “gran diario argentino” y más tarde le aseguró el monopolio del cable.
La oposición –cuyos exponentes mayoritarios son conservadores y mediocres– aprovecha por su parte estos vaivenes del oficialismo para agitar el cuco de una amenaza totalitaria contra la libertad de expresión. Como si la censura, en la sociedad tecnitrónica, fuera un privilegio exclusivo de los gobiernos y no incluyera a los pocos, escasos, concentrados, dueños de los medios.
El tema es más viejo aún que la obsoleta Ley de Radiodifusión de la dictadura militar, prolijamente remendada por los decretos de Carlos Saúl Menem, que convirtieron en monopolio privado lo que era monopolio estatal en la dictadura militar, empezando por aquella Argentina Televisora Color (ATC) que fue un negociado pergeñado inicialmente por el Brujo José López Rega y concretado finalmente por los políticos uniformados, tan atentos a la caja como muchos devaluados políticos de cuello y corbata.
Ya en 1993 le pregunté al diputado radical Jesús Rodríguez por qué la dirigencia política no hacía absolutamente nada para reformar una ley que consagraba el oligopolio y la manipulación de la información y me contestó con sorprendente sinceridad: “Porque no hay político de ningún partido que se atreva a meterse con los medios”.
Pasaron los años y el temor fue en aumento. Igual que el poder de fuego de los medios que vinieron a sustituir a los militares en el control social. Con los resultados culturales que están a la vista: una sociedad que sobrevive literalmente en los caños pero baila por un sueño y una juventud desinformada en medio de una oferta informativa abrumadora, aparentemente plural y neutral pero en realidad nítidamente direccionada.
Creer que ese tumulto de datos inconexos constituye una genuina libertad de expresión es, para decir lo menos, ingenuo. Equivale a creer –en el plano económico– que estamos en las etapas iniciales del capitalismo, con una libre concurrencia de productores al mercado.
El fenómeno, desde luego, no es exclusivamente vernáculo sino universal, pero asume en nuestra aldea las proporciones de un verdadero vaciamiento cultural. Bastaría enumerar la legión de talentos individuales con que cuenta la Argentina en la cultura, las artes y las ciencias y comparar ese listado con las excrecencias guarangas que nos endilgan a diario los programas televisivos d e mayor rating para comprobar hasta qué punto la inteligencia nacional está ausente de la escena mediática.
No hace falta ser Marshall McLuhan para comprobar que el mensaje es el masaje y que la realidad es lo que el ojo del Gran Hermano pretende que sea. Hace muchos años, con un propósito inverso, Jacobo Timerman nos proponía a los jóvenes periodistas del diario La Opinión que tituláramos la primera página “como si estuviéramos en Marte”. Es decir, de manera totalmente diferente a la de los grandes rotativos comerciales que para él eran “todos fachistas”. Y agregaba, anticipándose al esquema posmoderno que estamos describiendo: “Lo que no figura en la primera página de La Opinión no existe”.
Qué hacer, entonces. Nadie duda de que a esta altura resulta imperativo enterrar la Ley de Radiodifusión (que además es obsoleta desde el punto de vista tecnológico) y reemplazarla por una moderna Ley de Comunicación Social. Pero el tema no se resuelve enviando simplemente un proyecto del Poder Ejecutivo al Congreso. Es preciso que el Poder Legislativo, a través de sus respectivas instancias, convoque a distintos actores sociales involucrados en esta temática para llevar a cabo un debate serio y profundo q u e p e rmi t a construir la mejor ley. Una ley que amplíe y no restrinja la pluralidad democrática. Una ley que sólo limite el monopolio y el oligopolio y permita la incorporación de nuevos actores al proceso de la comunicación.
Una ley que garantice el derecho a la información. Las nuevas tecnologías, como el tránsito del sistema anabólico al digital o los nuevos instrumentos que aparecen día a día en el ciberespacio, pueden favorecer la libertad de expresión o acotarla aún más si persiste o se acentúa el oligopolio.
La nueva norma, a mi juicio, debe partir de un concepto básico: todos los medios masivos de comunicación son públicos. Hay medios públicos concesionados por el Estado y medios públicos gestionados por el Estado. Estos últimos tienen una importancia estratégica en una nueva concepción de la comunicación social. En primer lugar, deben dejar de ser medios del Gobierno para ser medios del Estado. Es decir, abiertos a todas las manifestaciones políticas, sociales y culturales de la sociedad. Una diferencia esencial con el estatus que ha venido imperando hasta ahora, una reforma profunda que debe ser garantizada por el control parlamentario.
Estos medios gestionados por el Estado también deben ser revalorizados en sus funciones y dotados de recursos considerables que les permitan competir exitosamente con los medios concesionados a particulares. Hace poco tiempo, con la creación del Canal Encuentro y algunas mejoras –aún parciales y tímidas– en la programación del Canal 7 se han dado pequeños pasos en la dirección correcta. Pero estamos muy lejos de los objetivos antes reseñados: siguen siendo canales del Gobierno y carecen de los recursos necesarios para capturar a los mayores exponentes de la cultura nacional y competir con éxito contra los epígonos de la televisión chatarra.
El amplio debate público es indispensable para que la ley no sólo sea impecable en su formulación sino también en la forma en que fue gestada. Debe existir consenso en la selección de las nuevas tecnologías para aventar sospechas de que se quiere favorecer tal o cual sistema para hacer un negocio. Y debe haber también discusión y acuerdo transparente a la hora de establecer las limitaciones de las licencias para no dejar margen a la suspicacia.
También creo que sería saludable que la ley sea discutida en el Congreso después de las elecciones del 28 de junio próximo, para tratar que el debate se lleve a cabo sin inhibiciones ni trampas.

Fuente:
Crítica de la Argentina