Abuso de sustancias. Los controles del Estado restringen el acceso a ciertos tóxicos, pero no a todos
Un médico de la salud municipal analiza las muertes de menores por aspirar pegamento y las ubica en un contexto donde las prohibiciones y la represión juegan un papel fundamental.
Dr. Mariano Mussi*
“Un pibe de 18 años moría meses atrás en la sala de urgencias del Hospital Carrasco de Rosario. Su corazón se detuvo exigido por el jale; el pibe tenía olor a pegamento, el olor dulzón y embriagante del tolueno. Este chico era pobre, tenía una vida de pocas opciones, si acaso alguna.
¿Qué lo mató? En las estadísticas del Ministerio de Salud de la provincia de Santa Fe, para Rosario y durante 2005, la primera causa de muerte en jóvenes de 15 a 19 años es la categoría denominada “causas externas” (64 por ciento de las 72 defunciones producidas). Ésta agrupa las muertes intencionales (agresiones), accidentes, accidentes con automotores, suicidio y “otras”, donde la forma específica no es posible de definir.
Desde esta perspectiva, la intoxicación no constituye una causa frecuente. Hay pocas chances de morir como este muchacho, al menos si consideramos a la muerte por intoxicación desde un espacio sin contexto. Hay que olvidar entonces el paisaje cotidiano de los pibes pobres: la persecución policial, las otras sustancias, la expulsión social, la pobreza.
Para desanudar el proceso que lo llevó a morir es necesario recorrer el escenario concreto de la expulsión social.
El consumo de sustancias incluye muchos consumos y muchas sustancias.
Cada una tiene su propia forma de producción, distribución y hasta su propio marco legal. Algunas son prohibidas, otras están sometidas a un estricto control médico, y otras son de libre acceso.
Cada grupo (y me refiero a los pibes jóvenes de las barriadas y no a cualquier otro) consume un tipo particular de sustancia de acuerdo al momento y el lugar; los pibes alcanzan un equilibrio entre acceso y toxicidad que permite, no sin costos, sostenerse cotidianamente.
El problema es la irrupción de los mecanismos de control en este esquema, la Policía y los organismos de control de sustancias, donde el cierre del acceso a un tipo de droga produce desajustes en los patrones de consumo, con resultados a veces tanto a más terribles que la intoxicación en sí.
Hace casi 50 días que no hay marihuana en el barrio. Los muchachos se pasean con la mirada taciturna y furiosa.
Se rascan la nariz una y otra vez: la cocaína no falta. La dama blanca no falta nunca en el barrio. Las pastillas como el artane y el ribotril tampoco.
Sólo la marihuana, la ingrata, la perseguida, se hace ausente de tanto en tanto y los pibes se ponen como locos. Retoman el pegamento, mezclan vino con clonazepam, pero como no es suficiente, se calzan el fierro en los pantalones bermudas cortos y salen a otros barrios en su busca.
En los límites los espera la Policía que siempre los detiene, los interroga y los encierra. Sus familias nunca alcanzan a entender muy bien el porqué de su encierro, ni el tiempo que permanecerán lejos, ni que tienen qué hacer por ellos.
Algunos rezan: “Santa Maria madre de Dios, nosotros pecadores. Santa Maria y la iguana que estás lejos porque han tumbado a todos los tranceros, y la Policía nos busca con más insistencia que antes. La ley no sólo nos abandona sino que nos acecha. Para salir del barrio hay que juntar coraje, tomar una pepa con vino, jalar el poxi o darse un saque. O todo, mariaylaiguana ruega por nosotros”.
La intervención de los mecanismos de control del estado suelen restringir selectivamente el acceso a los distintos tóxicos, principalmente a la marihuana y en raras ocasiones la cocaína. Lo que parece no ser posible es el cierre de todos los accesos simultáneamente: siempre habría una sustancia que ocuparía el lugar dejado por otra. Y habitualmente la que reemplaza es peor. El canabis es restringido a favor de la cocaína, el pegamento deja lugar al querosene o la nafta.
La búsqueda que empuja la falta, que por otra parte se emprende con angustia y miedo, los enfrenta a la Policía, a los tranceros y a otros jóvenes, tan asustados y angustiados como ellos. La experiencia que resulta de esto es una expresión más del odio, una postal violenta.
¿Qué mató a éste pibe? A su muerte siguieron la de otros dos chicos más, todos intoxicados con tolueno y cocaína.
Las suyas coinciden con recientes noticias de captura de grupos narcotraficantes: en estos meses se secuestra y quema canabis en gran cantidad.
En los barrios se ha restringido casi completamente su acceso, es ahora el tiempo de la cocaína y el clonazepam. Sus costos son mayores y sus efectos definitivamente peores, un veneno más caro.
“Si hay se consume; si no, se roba”, citaba el sociólogo francés Pierre Bourdieu en una entrevista realizada a un joven argelino de un barrio marginal de París, justo antes de los levantamientos.
El Estado, como respuesta a la muerte de este joven, ha creado un monstruo.
El tolueno es la amenaza, el ogro devorador de niños, el demonio mismo. En esta sustancia, que sólo es un producto químico, se sintetizan las explicaciones de la muerte de este pibe.
El estado prohíbe la venta de pegamento a los negocios no autorizados, una nueva restricción al acceso como política de salud. Sin duda es mucho más fácil inculpar a un objeto inanimado como lo son todos los químicos, que mirar la vida de estos chicos, mirar a la cara a la miseria y sentir culpa por un sistema más preocupado en las cosas que en las personas; porque esto último exige responsables, toca intereses y remueve conciencias.
El demonio del tolueno es una construcción imaginaria, pero su muerte es real: es la muerte de este chico, es tal vez la muerte de ese 64 por ciento de causas externas. La restricción, prohibición y segregación es la política que, de facto, concluye en el sacrificio.”
*Médico generalista, de atención primaria de la salud municipal, publicado originalmente en "EL Ciudadano"