martes, 18 de septiembre de 2007

Néstor y Cristina, mis dos hermanos

Por Norma Morandini
Hoy, 18 de septiembre, se cumplen treinta años de la desaparición de mis hermanos Néstor y Cristina. La coincidencia de los nombres, o la travesura del calendario que junta en un mismo día varias evocaciones -la última, la fecha en la que también desapareció Jorge Julio López-, es ya suficiente razón para escribir.
Es ésta la forma de comunicación que prefiero, porque permite expresar las verdades personales.
Porque me subordino a esas coincidencias, no a las personas que somos, sino al tiempo trágico en el que nos tocó ser jóvenes, es que, también, me permito escribir ahora, antes de que la investidura se me imponga como poder.
Desde el primer día en que me senté en la banca 232, en la última fila de la Cámara de Diputados -sin pertenecer al pelotón de la mayoría, pero tampoco a la lógica de la oposición-, me he preguntado cuál tenía que ser el tono de mi voz para ayudar sin gritar, para criticar sin pelear y para hacer advertencias sin recibir el desprecio de los que se escudan en los números.
Ellos no desterraron todavía la compulsión de obedecer, porque siguen confundiendo verdad con delación e información con traición.
Esas horribles palabras se aplican a las personas. Nunca a las ideas, los valores, los compromisos. Y expresan el atraso de nuestra cultura política, dominada aún por la obsecuencia, por los temores y por la gran confusión de juntar en un mismo poder Estado, gobierno y Justicia. Quienes así actúan no advierten que el gran cadáver que nos dejó el autoritarismo es el de la política.
Me duele constatar que los únicos que no se dieron cuenta de la herida profunda que dejó la dictadura fue la partidocracia, obsesionada sólo por las elecciones, chantajeándonos con la idea de que se trata de "nosotros o el caos", maquillándose para ofrecer las ilusiones de la publicidad.
No entienden que a la oscuridad de los años del terror se le debe arrojar luz pública, para que también la política deje de ser una cuestión de fantasmas, como lo son, ahora, las sospechas que sobrevuelan Córdoba, mi provincia.
Porque prefiero la autoridad al poder, me pregunto todo el tiempo cómo debemos las mujeres ejercer la autoridad sin convertirnos en autoritarias. Reconozco la vulnerabilidad de la exposición pública cuando quedamos sometidas a los prejuicios con los que en nuestro país se mide todavía a las mujeres, a las que se prefiere para ser miradas antes que para ser respetadas o admiradas.
De modo que siempre me encontrarán del lado de las mujeres, de las que sean, cuando se trate de combatir los prejuicios, como siempre lo hice. Pero de lo que se trata ahora es de reivindicar el derecho de disentir, objetar, analizar y reflexionar sin ser descalificada.
Creo que la función del intelectual, sea un legislador o un periodista, es el diálogo franco con el poder político, para interpelarlo y contradecirlo, si es preciso. Pero estos dos años en el Congreso ya me advirtieron sobre la ausencia de ese diálogo, acallado por la prepotencia numérica y la falta de debate, que es lo único que puede dinamizar sociedades que, como la nuestra, deben normalizar su vida democrática.
Por eso reconozco la razón escondida en la propuesta de la concertación. Pero no con los puños cerrados de la ira, sino con la mano tendida del amor. Una palabra que suena ajena a la política. ¿No es acaso el amor al otro, a cualquiera, lo que lleva a que nos ocupemos de la vida de los demás, a que en nombre de otros tomemos decisiones que afectarán sus vidas y sus sentimientos? ¿No es acaso la dignidad lo que está escondido en la idea de los derechos humanos? Los derechos humanos, esa bella utopía que, como declaración, surgieron tras la locura del nazismo, cuando los hombres sensatos supieron que debían aferrarse a la legalidad de un conjunto de valores para evitar el suicidio en esos tiempos de locura.
Tal como le sucedió a Europa después de Auschwitz, entre nosotros también fue el terror el que nos dejó una idea de derechos humanos, ajenos a nuestra tradición autoritaria. Hoy, los consideramos valores universales y se han convertido en una herramienta política poderosísima de las democracias modernas.
Los derechos humanos no deben agitarse sólo por la denuncia de su violación. Cualquier sistema institucional que se diga democrático debe garantizar esos derechos ciudadanos, como lo son el derecho a opinar y el derecho de la sociedad a ser informada. Son derechos que obligan a los hombres y las mujeres públicos a dar respuesta de sus actos. Se trata de la publicidad de sus acciones, no de la propaganda de sus partidos o de sus personas. Esa confusión entre gobierno y Estado se vive como normalidad, sin saber que el Estado no debe generar miedo, sino liberarnos del miedo.
Reconozco lo doloroso que resulta que nos sometan a la mentira o a la desconfianza, y afirmo que sólo la defensa de la libertad del decir nos dará autoridad para exigir la responsabilidad inherente a todo acto de libertad.
En un país de muertos insepultos, sin tumbas ni cruces, es comprensible que los derechos humanos se conjuguen mejor con la muerte que con la libertad y con el respeto.
Sin embargo, los argentinos hemos dejado atrás los tiempos de la infancia, cuando desde el poder se nos decía cómo debíamos pensar, a quién debíamos rezar y a quién llevar a la alcoba. Hoy se trata de que seamos respetados y de que los que pensamos de manera diferente de las mayorías no seamos descalificados o acallados en el debate público. No importa la versión que tengamos de nuestra historia trágica: lo que cuenta es la honestidad de intenciones. La mía. Vivo la ausencia de mis dos hermanos desaparecidos como una inmolación generacional. Ellos, como tantos otros, murieron para que los argentinos descubriéramos el valor de la libertad y la convivencia democrática. Y ése es mi compromiso, en memoria de Néstor y Cristina.

La autora es periodista y diputada nacional por el Partido Nuevo (Córdoba).

Fuente: Diario La Nación