miércoles, 5 de septiembre de 2007

Angustiado por las burlas en la escuela, lleva 15 meses encerrado

Es una severa víctima del bulling, el fenómeno de hostigamiento entre alumnos que se da en las escuelas. A los 17, cursaba el último año del secundario en Holmberg pero harto de ser el blanco de las burlas decidió abandonar y enclaustrarse en su humilde casilla. Tuvo un intento de suicidio y pide ayuda

Sepultado por una espesa nube de guadal, el pueblo es una foto borrosa y, en medio de esa imagen distorsionada por las ráfagas, cuesta encontrar la casa de I.M.
Las dos iniciales preservan el nombre del adolescente que hasta hace un año y tres meses era un alumno más del Raúl Scalabrini Ortiz, el secundario de Holmberg.
En realidad, él nunca fue un alumno más. “Por mi condición de hijo de madre soltera, por ser pobre, y por mi fealdad... por todo eso, siempre fui el centro de las burlas”, dirá él, en la larga charla con el cronista.
Hacerle frente a su angustia y hablar ante un desconocido fue todo un acto de coraje para el adolescente que, desde el 30 de mayo de 2006, eligió enclaustrarse en su casa para no cometer una locura en el colegio.
Aseguró que, paralizado por las burlas, los golpes y las permanentes molestias de sus compañeros de clase, decidió dejar inconcluso el secundario, cuando sólo le quedaba un cuatrimestre por recorrer.
Desde entonces, no pudo remontar jamás su autoestima. Dejó de lado los entrenamientos en la cuarta de La Granada -el club del pueblo-, y no volvió a pisar el boliche porque en esos ámbitos las burlas continuaban.
Pero su determinación fue más drástica aún. Para evitar cualquier ocasión de toparse con alguien que pudiera molestarlo, se encerró y ni siquiera asoma su nariz para atender al vendedor de leña o al empleado que cada tanto les lleva la garrafa.
“La opción era hacer cualquier locura en el colegio... así que, en lugar de hacerle daño a alguien, decidí dañarme yo y encerrarme”, confesará.
Su relato encuadra dentro del fenómeno del bulling, como se denomina al hostigamiento que ejercen algunos alumnos sobre alguien a quien consideran más débil. Claro que el suyo es un caso extremo porque, en plena crisis, I.M. buscó quitarse la vida y fantaseó con hacer justicia con los compañeros de aula.
“Me animé a hablar porque necesito ayuda para irme de acá”, resumirá con un nudo en la garganta.

La revelación
El remís pasa de largo y dos vecinas en la vereda corrigen el destino para poder dar con el cuarto con techo de chapas donde vive I.M.
Su madre, una mujer de cincuentilargos castigada por una vida de trabajo, asoma la cabeza y duda antes de llamar a su hijo. El mediodía está cerca, pero él sigue en la cama, el lugar donde pasa la mayor parte de sus horas.
Su nivel de aislamiento llegó a tal punto que todos en el pueblo ignoran el motivo por el que abandonó los libros, empezando por sus compañeros, sus profesores (que lo consideran un alumno respetuoso y muy capaz), hasta llegar a su hermano mayor y su madre que -testigo de la charla-, irá enterándose en el transcurso de la entrevista de los pormenores de la decisión.
La charla se improvisa en un ambiente asfixiante. Una mesa cargada de frascos y utensilios, una montaña de ropas y trastos que emerge desde el piso hasta el techo de chapas, y una cama de una plaza ocupan las tres cuartas partes del lugar.
Una cárcel estatal acaso ofrezca mejores condiciones de vida que las que le tocaron a M.I.
-¿Qué fue lo que te llevó a encerrarte?, ¿hubo algún desencadenante?
-No, fue como la suma... se fue sumando todo. Me empujaban o me escupían la cara, me sabían golpear... a mí era al que siempre le pegaban. Los chicos me pegaban y las chicas parecía que disfrutaban de eso. Si hacía una tarea con un compañero, generalmente era porque nos unía la profesora. El único que quedaba solo siempre era yo. Fue una suma de todo eso y llegó un día en que algo iba a estallar y ya no aguantaba más, no fue algo especialmente.
-¿La decisión del encierro la tomaste cuando abandonaste el colegio?
(Se esfuerza para que le salga la voz) Sí, porque iba a estallar. Sabía que iba a hacer cualquier locura. O me iba a autolesionar o iba a hacer alguna locura con el primero que se burlara de mí, ya no aguantaba más.
En el colegio que funciona frente a la iglesia de Holmberg (donde años atrás estaba la terminal de ómnibus) no conocen los motivos por los que un alumno con la inteligencia de I.M. pudo desertar, cuando estaba a punto de recibirse.
-En el colegio no lo hablé nunca. Quedó como que faltaba sin causa... A lo mejor se pensaban que faltaba de vago... No sé si mi hermano cuando fue a explicar al colegio le contó eso a la directora, yo nunca se lo pregunté, pero tengo la sensación de que no. Los profesores nunca advirtieron lo que estaba pasando.
Lo dice con el mismo tono bajo, sin ánimo de acusar a nadie. Con ese mismo tono tímido alude a la fría relación que existe con su hermano mayor, y a las escasas chances de diálogo que le da una madre ocupada full time en poder reunir los 400 pesos al mes con los que sobreviven.
Cuando se le pregunta si parte del problema no puede partir de su propia percepción de los hechos, contesta:
-Hay que ver cómo se fueron desarrollando los prejuicios, con los años. Es cierto que por ahí puedo estar un poco paranoico, pero con ciertas cosas, le puedo asegurar que no en todas.
-¿Cómo era tu rendimiento en el colegio?
-Nunca repetí, ni en el primario ni en el secundario. Siempre fui un alumno con notas altas hasta el CBU, y luego fui un alumno mediocre en el ciclo de especialización. No voy a ser soberbio, pero era mediocre más por vago que por no tener capacidad. Puede ser que una parte haya sido irresponsabilidad mía, pero aunque pueda sonar exagerado, muchas veces no tenía ni ganas de vivir.
En 2005 tomó un arma y viajó a Río Cuarto. Estuvo deambulando largo rato hasta que llegó a una casa abandonada. Una vecina estaba vigilando sus pasos. Eso, dice, impidió que tomara una determinación trágica.
“Me preguntó qué hacía ahí, y me dijo que esa propiedad era de ella... cuando vio el arma, intentó calmarme. Me llevó hasta su casa y me dijo que esperara un segundo y ponía la pava para charlar”. Al rato un patrullero y varios agentes desbarataban sus intenciones.
La luz amarilla que M.I. encendía con su conducta no fue advertida.
En Tribunales, lo citaron y tuvo que declarar pero todas las preguntas giraron en torno al arma y cómo la había obtenido. “No les importaba mucho lo que me estaba pasando”, dice.
Sin embargo, a fines de ese año, una asistente social se contactó con él. “Hizo las veces de psicóloga, trató de hacerme entender que era joven.... todas esas cosas que se dicen. Me acuerdo que hacía calor, era noviembre o diciembre. Ella se iba de vacaciones y quedó en volver en marzo (del 2006) o iba a llamarme para hacer un abordaje con mi familia o algo así, pero ni me llamó ni nada”.
Dice que también pensó en ir a un psicólogo, pero le aterra la idea de salir de su casa. “Acaso me pueda ayudar, pero no va a ser la solución, porque mi problema es la gente del pueblo. Voy a salir a la calle y se van a seguir burlando de mí. Siento que tengo que irme de acá”.
Ese objetivo fue lo que lo convenció de tomar el teléfono y hacer la llamada desesperada al diario. “No me importa trabajar en el campo, en lo que sea... Con la experiencia se aprenden las cosas... Antes no trabajé porque mi idea fue siempre terminar el colegio.... Fuí aguantando y aguantando hasta que, faltando sólo un mes para el primer cuatrimestre, no dí más”.
Es el final de la charla, el viento persistente sigue azotando el pueblo sin piedad. Es mediodía y M. I. apenas se entera. Desde que decidió cortar todo lazo con su comunidad, se despierta a cualquier hora del día, siempre con la misma obsesión: “Me levanto a esperar que se termine el día para volver a acostarme”.
El semáforo de M.I. tiene encendida la luz roja, y en el apretón de manos de la despedida, adivino el reclamo para que esta vez la señal de auxilio no pase desapercibida.

Fuente: Alejandro Fara, Diario Puntal. Río Cuarto