En el marco de este reclamo de justicia, y con el propósito de introducir y contextualizar desde la voz más cercana al dolor, compartimos un archivo de audio registrado en vivo por El Tres TV ese mismo día. En él, Luisa Leonor Pourpour —la mamá de Maximiliano— expresa con crudeza e indignación lo que estaba ocurriendo.
"No tenía derecho a pegarle un tiro en la cabeza a mi hijo, Maximiliano Andrés Lucero. Mi hijo no es choro, no es narco. Trabajó 32 años en una hamburguesería. Se lo llevaron con la ropa puesta, justo al lado de la estación de tren y de su trabajo. ¿Por qué? ¿Por qué? Que el jefe de la policía de Santa Fe me lo explique. ¿Por qué un efectivo de su fuerza mata a mi hijo si no era un delincuente?En ese mediodía, frente a las cámaras, Luisa no solo gritaba desde su dolor, sino que también denunciaba, interpelaba, reclamaba. Porque en medio de la desesperación, ella supo poner en palabras todo lo que estaba mal, todo lo que se repite, todo lo que no puede seguir ocurriendo.
A mí, Luisa Leonor Pourpour, que me responda. ¿Por qué un policía decide matar a un chico inocente? ¿Por qué? ¡A nadie, a nadie! Quiero explicaciones.
—¿Él conocía a esa mujer?
No sé… todos la conocemos de investigaciones. Yo llegué corriendo cuando una vecina me avisó. Encontré a mi hijo agonizando. Tardaron casi una hora. Los milicos se reían. Ahí, todos esos que estaban ahí: 'Déjalo, que se muera total, es un negro de la villa'. ¿Por qué esa discriminación? ¿Por qué tanto odio? ¡A la reputa madre que los parió! ¿Por qué?
Ese hijo, como el hijo de cualquiera… si hubiese sido delincuente, en el barrio decimos 'murió en la ley'. Pero mi hijo era honesto, por el amor de Dios. Y ahora me falta un pedazo. Tengo once hijos, pero ahora me falta uno.
El intendente, el gobernador, el ministro de Justicia y toda esta policía narco… ¡son todos narcos! ¡Porque lo sé! Porque trazan, hijos de puta. No tengo más que decir. Solo pido que pasen esta nota, no por mí. Porque acá allanan casas y drogan por todos lados. Es un desastre.
Y esa policía de mierda que está ahí, porque es de la fuerza… Yo le estoy diciendo lo que sé".
Hoy, agosto de 2025, a casi tres años del hecho, Luisa está con nosotros en las Señales, a su lado -en el estudio de Aire Libre, Radio Comunitaria- la acompaña Fernando Vergara, tío de Brandon Romero, otro joven víctima de gatillo fácil. Antes de comenzar esta entrevista, le preguntamos si quería escuchar ese audio. Es muy fuerte volver a poner el cuerpo y la voz en un momento tan brutal. Pero nos pareció que su testimonio de entonces —tan claro, tan visceral, tan certero— era necesario para empezar a hablar.
La voz de Luisa
Recordar es doloroso, dice Luisa. Pero lo que dijo aquel mediodía en televisión, frente a las cámaras, lo sigue sosteniendo con la misma firmeza. Maximiliano no era un delincuente, y lo que le hicieron fue un fusilamiento. Murió de un disparo entre los ojos. Y esa herida, que atraviesa a la familia y al barrio, sigue abierta.
Hablar de Maxi, sin embargo, también la lleva a un territorio distinto, más íntimo, más lleno de luz. Tenía 33 años y era uno de sus cinco hijos varones. Cada uno con su carácter, pero Maximiliano, dice Luisa, era la alegría de la casa. Estaba siempre con ella. Discutían, sí, como madre e hijo, pero a los pocos segundos se le pasaba. Era el que compartía los mates, el que apenas caían dos gotas le pedía que hiciera tortas fritas. El que le pedía un cigarrillo para sentarse a conversar. Su confidente. Con él, nada quedaba sin hablar.
Maxi trabajaba en Burger, pero además era electricista, techista, albañil. Hacía changas en el barrio, cortaba el pasto aunque no le pudieran pagar. Un verdadero buscavida. En los últimos años se había interesado mucho por la gastronomía: pasó por parrillas, bares, hacía delivery. Incluso trabajó con el chef Rodrigo Casagrande. Como madre, Luisa no lo idealiza: reconoce que pudo tener errores, como todos. Pero afirma con certeza que su hijo no era un narco, no era un tiratiros, no estaba en ninguna disputa de territorio, como se intentó hacer creer. Esas disputas las tienen otros, no su hijo.
Después del asesinato, se sorprendió con la cantidad de personas que se acercaron, que le contaron que conocían a Maxi, que eran sus amigos. Incluso gente que nunca hubiera imaginado. Hasta el día de hoy, nadie le ha dicho una palabra mala sobre él, ni en la calle ni en las redes. A casi tres años del crimen, sigue preguntándose por qué. ¿Por qué alguien apretó ese gatillo? ¿Por qué le quitó la vida? Esa es la pregunta que espera que Antonella Celeste Ortiz, la oficial que le disparó, le responda durante el juicio. Porque nadie —insiste— mata sin un motivo. Cree que tal vez quiso ocultar algo. Tal vez hay una explicación. La busca.
El juicio está previsto entre el 5 y el 8 de agosto. Luisa espera que la escuchen. Que haya una condena firme, de cumplimiento efectivo, en cárcel común. Porque eso es lo que considera justo.
Recuerda que Ortiz fue detenida desde un primer momento, junto a su pareja, Damián Solís, el Pelado. El 9 de septiembre —el mismo día en que sepultaron a Maxi— fue la audiencia imputativa. Luisa estuvo de acuerdo con que Solís quedara en libertad. No por bondad, sino porque pensó en los hijos de Ortiz: uno con autismo, la otra una niña pequeña. No sabía si Ortiz tenía familia que pudiera cuidarlos. Por eso, accedió a que Solís saliera. Pensó como madre.
Aclara, también, que lo que busca no es venganza, sino justicia. Y recuerda algo que muy pocos saben: ese mismo día, frente a Ortiz, le ofreció su perdón. Lo hizo mirándola a los ojos. No para quedar bien, no para aliviar la carga de la otra. Lo hizo por ella misma. Porque no quiere vivir con odio. Porque no es ese tipo de persona. Y porque sabe que su hijo, si hubiera sobrevivido con alguna secuela, le habría dicho: "Má, ya está. Déjela". Porque así era Maxi. No guardaba rencores.
Asegura que, incluso con alguna discapacidad, ella habría sido feliz si pudiera tenerlo vivo. Pero ya no lo va a abrazar, no va a compartir mates ni cigarrillos con él. El día que Ortiz lo mató, algo dentro de ella también murió. Aunque tenga más hijos y nietos, dice que quedó vacía.
Por más años que le den a la policía, ella no va a recuperar a su hijo. Y aunque sigue pensando en los hijos de Ortiz —en cómo una madre puede ser capaz de mirar a otra a los ojos y no decir ni una palabra—, lamenta profundamente que nunca haya recibido ni un gesto de arrepentimiento. Ni un pedido de perdón. Nada.
Dice que si lo hubiera habido, por sus hijos, quizás habría intentado ayudar a que su condena fuera más leve. Porque ella piensa como madre. Pero Ortiz, afirma, no pensó en ella como madre. Y eso también duele.
Una verdad que no se apaga
Cuando fueron a detener a Antonella Celeste Ortiz, ella ya estaba lista para fugarse. Tenía bolsos, valijas, pasaportes, dinero en dólares y pesos. Todo preparado. Según relata Luisa, fueron tres móviles policiales los que llegaron antes que el fiscal Gastón Ávila, para sacar pertenencias de la casa. Fue cuestión de minutos. Si el fiscal se hubiese demorado diez o quince más, la misma policía se la llevaba. La ayudaban a escapar.
Eso fue lo que Luisa denunció desde el principio, incluso en vivo, en El Tres TV, y lo sigue sosteniendo con convicción. Porque todo lo que dijo entonces —con la bronca, con el dolor— era verdad. Y lo seguirá repitiendo hasta el último día de su vida. No son palabras impulsivas. Es su verdad. Una verdad que no se apaga.
Ella misma reconoce que antes veía estos casos en la televisión. Lloraba. Se conmovía. Pero nunca pensó que un día le tocaría estar de este lado, ser una madre atravesada por la violencia institucional, convertida en testimonio vivo de algo que no para de repetirse. Y aunque desearía que nunca más ocurriera, sabe que sigue pasando.
Para Luisa, la responsabilidad no es solo individual. No recae únicamente sobre quien apretó el gatillo. Es de toda la institución policial. Desde los jefes en cada comisaría hasta las más altas autoridades: la Ministra de Seguridad de la Nación, el Ministro de Seguridad provincial, el Gobernador. Todos. Nadie puede lavarse las manos. Todos son responsables de permitir el funcionamiento de una estructura que habilita el gatillo fácil, el abuso, el atropello. Una fuerza que, en lugar de cuidar, golpea, humilla, discrimina. No importa si se trata de un niño, una adolescente, una mujer. El daño es sistemático.
Luisa lo dice con claridad: a la policía ya no le tiene respeto. Perdió la confianza. No por prejuicio, sino por experiencia. Porque la propia institución hizo que el pueblo le pierda el respeto. Es una realidad que ella, con 62 años, lamenta profundamente.
Y sabe que su historia no es única. En esa misma casa donde hoy habla, también se han seguido de cerca otros casos emblemáticos: el de Franco Casco, el de Jonathan Herrera, el de Gerardo "Pichón" Escobar. Allí mismo, todos los sábados, el papá de Bocacha realiza su programa, denunciando y construyendo memoria. Y está también el caso de Brandon Romero. La lista es larga.
Según los registros de CORREPI, desde el inicio de la democracia hasta hoy, hubo más de 10.500 casos de gatillo fácil en Argentina. Y aunque la cifra se actualiza cada año, lo más desgarrador es que no deja de crecer. Porque no paran. No paran los disparos, las coberturas, los silencios, las justificaciones. No paran los muertos.
Luisa lo dice sin rodeos: la policía debería cuidarnos. Pero en muchos barrios populares, lo que genera es miedo. Y eso no cambió. Ni siquiera después del asesinato de Maximiliano. El barrio, afirma, sigue igual. Como si nada hubiera pasado.
Y ella, desde el dolor, insiste. Porque su hijo no fue el primero, pero tampoco quiere que sea uno más.
La promesa
La imagen que Luisa relató desesperada aquel mediodía en televisión sigue intacta. La escena congelada en su memoria es la misma que hoy puede describir sin cerrar los ojos: Maximiliano tirado en la calle, agonizando, mientras todo alrededor era desidia, indiferencia y desprecio.
Aquel 7 de septiembre no fue casual la presencia de la periodista Almudena Munera Muñoz de El Tres TV. No fue coincidencia. El día anterior, en ese mismo barrio, había habido una balacera. Un chico cayó herido, y Luisa —sin saber siquiera quién era— corrió a socorrerlo. Le hizo un torniquete con sus propias manos para evitar que se desangrara. Terminó bañada en sangre, pero no se detuvo a preguntar nombres ni antecedentes. Actuó. Porque la vida está primero.
Esa mañana, Almudena recorría el barrio buscando la dirección del tiroteo anterior, cuando un vecino le preguntó: "¿A quién buscás? ¿A lo de anoche o al que está tirado agonizando hoy?". Así llegó hasta el cuerpo de Maximiliano, tendido en el asfalto, sin asistencia médica, sin reacción de la policía. Estuvo casi una hora en esa condición. Una hora que pesa eternamente.
Luisa logró acercarse un momento. Lo único que le salió fue: "Maxi... ¡no!". Él no hablaba, solo la miraba, débil, y alcanzaba a decirle "mamá". Una súplica muda. Un pedido desesperado que ella no pudo olvidar jamás.
Gritó. Gritó con una fuerza que no sabía que tenía. Pedía una ambulancia, auxilio, alguien. Nada. La policía no hacía nada. Cuando quiso abrazarlo, no la dejaron. Solo su hermano pudo tocarle la mano un instante, antes de que lo apartaran también. Y sí: lo que dijo Luisa en televisión ese día fue cierto. La frase racista se escuchó, directa, sin filtros: "Dejá a este negro de la villa. Que se muera. El hijo de esta negra paridora".
Luisa lo repite sin vergüenza. Tiene once hijos biológicos y dos del corazón. Siempre se ocupó de todos. Maximiliano era su alegría. Decía que ella era una madre intensa, posesiva, que lo ahogaba de tanto cuidado. Pero era sincero y cariñoso. Aquel día, a las ocho y media de la mañana, estuvieron conversando mientras ella preparaba el mate. Él fumaba un cigarrillo en el sillón. De repente le pidió que le abriera la puerta. "No te olvides que a las cinco tenés que ir a trabajar", le dijo ella. "Sí, ma. Voy y vengo", le respondió. Y se fue.
Fue la última vez que se vieron.
Cerca del mediodía, una vecina golpeó su puerta con la noticia. Nunca imaginó encontrar a su hijo tirado en la calle de esa forma. Pero apenas lo vio, supo. Las madres lo saben. Luisa supo en ese instante que Maximiliano no iba a sobrevivir. Que lo estaba perdiendo.
Desde entonces, desde aquel 7 de septiembre de 2022, se siente muerta en vida. Solo sigue respirando porque tiene la obligación de seguir por los demás. Pero su alma, dice, quedó con su hijo.
A él le prometió hacer justicia. A Dios le pidió que la ayudara a no caer. Cree profundamente. En Dios como juez y como testigo. Le pidió fuerza y le pidió también que decida sobre su destino una vez cumplida la promesa. Porque su fe es firme, y porque cree que habrá justicia, confía en que el juicio que se acerca esté a la altura de lo que Maximiliano merece.
Luisa insiste en que no busca venganza. No guarda rencor. Solo quiere justicia. Quiere una condena efectiva, en cárcel común y sin beneficios. Porque, recuerda: Ortiz no tuvo piedad.
Y aún más duro: nunca hubo un pedido de perdón.
Nunca recibió una palabra. Ninguna señal. Ningún gesto. Nada. "Si no lo tuve antes, no creo que ahora. Yo lo lamento. De verdad lo lamento. Que ella me haya demostrado un poquito de arrepentimiento...".
Ese silencio, esa ausencia total de humanidad, pesa tanto como la pérdida misma.
La lucha colectiva
Este martes comienza el juicio por la muerte de Maximiliano. Fernando conoce bien la difícil batalla que implica enfrentar a la justicia tras la pérdida de un ser querido a manos de la policía. Por fin, la justicia empieza a rodar. La esperan con esperanza, aunque esa esperanza venga acompañada de años de dolor.
Desde Rosario, la voz se multiplica. No solo Luisa, no solo su hijo Maximiliano. Son muchísimos más, familias enteras golpeadas por una violencia policial que parece sistemática, repetida, sin fin. Desde los noventa, desde el regreso de la democracia, estos casos no han cesado. El Estado, en vez de proteger, restringe, limita, encierra a los jóvenes de barrios humildes, como si eso pudiera contener el miedo y la injusticia.
Como el caso de Brandon Romero, sobrino de quien habla, panadero joven, que un día de agosto de 2020 salió a una "juntada” con amigos, una reunión común para compartir y distraerse en medio de la pandemia. Pero todo terminó en tragedia.
Mientras salía a comprar más alcohol, Brandon se topó con la moto de un policía en la ruta. Fue entonces cuando todo se desató: un disparo en el talón, otro tras otro, hasta siete balas en el cuerpo y el último, letal, en la nuca. Lo fusilaron arrodillado, indefenso.
Intentaron borrar pruebas: lo pasaron por encima con patrulleros, destrozando el cuerpo. La escena la inventaron ellos mismos. Los medios, desde un primer momento, difundieron mentiras: "un delincuente abatido", "tenía antecedentes", "fue un enfrentamiento". Incluso mintieron con la edad y la historia de Brandon.
Su familia, en shock, recibió un llamado terrible: "Tu hijo está muerto, ven a reconocerlo". Pero no se quedaron callados. Organizaciones sociales se sumaron, se hicieron presentes en la comisaría. Empezaron a pelear contra la versión oficial, a exigir verdad y justicia.
Los casquillos quedaron en la ruta, pero nadie los levantó. No hubo frenada, no hubo señal de enfrentamiento. La causa fue cerrada, pero la familia y la comunidad no se rindieron. Lucharon, marcharon, hicieron ruido, hicieron visible lo invisible.
Así lograron reabrir la causa y llegar a juicio. Esta vez, un juicio por jurado en Mar del Plata, un pequeño paso para que la verdad salga a la luz y el sistema deje de proteger a los verdugos.
Es la lucha de muchos. Un grito colectivo que resuena desde Rosario, Mar del Plata y todos los rincones donde la impunidad pisotea la dignidad.
Fernando recuerda con dolor el juicio por el crimen de su sobrino Brandon Romero, asesinado por la policía en agosto de 2020. El proceso judicial se realizó por jurado popular, una instancia que llegó marcada por el prejuicio mediático: "Ya les habían metido en la cabeza que Brandon era un delincuente”, dice. "Que tenía antecedentes, que estaba armado, que fue un enfrentamiento. Todo mentira. Pero esa es la imagen que instalaron".
El juicio duró entre cinco y ocho días. Fue un proceso duro, repleto de escenas difíciles de soportar. "Tuvimos que ver cosas aberrantes, como la autopsia, el cuerpo de mi sobrino destrozado. Lo velamos en un cajón cerrado. Tenía un tiro en la nuca". El horror no terminaba ahí. Entre las pruebas presentadas, se incluyó una pericia psiquiátrica sobre el policía imputado, Pedro Arcángel Bogado, que señalaba claramente que no estaba apto para portar un arma. "El informe decía que era cínico, sádico. Que no estaba en condiciones de convivir en sociedad".
A pesar de todo, el veredicto final fue un golpe más. Durante los alegatos, el defensor del policía se enfocó en generar empatía con el jurado. "Les hizo sentir el miedo al que dicen que sintió el policía. Que se sintió acorralado, que pensó que lo iban a robar. Un tipo entrenado, que desde 23 metros le dispara a un pibe de 18 años que se estaba bajando de una moto. ¡Le disparó cuerpo a tierra!".
Fernando remarca que ese "miedo" no fue casual, sino parte de un discurso que se reproduce a diario en los medios y que alimenta el pánico social. "Ese miedo que te hace pedir más policía, más represión. Miedo a salir a la calle porque 'te van a robar'. Eso les hizo sentir al jurado. Y el jurado votó que no era culpable. No dijeron que no mató a Brandon, dijeron que no era culpable de haberlo matado".
El policía quedó libre. Hoy continúa trabajando en el Servicio Penitenciario de la ciudad de Mar del Plata, incluso con menores. "Un tipo con pericias psiquiátricas que lo declaran inestable, sigue ejerciendo poder sobre chicos. Ese fue el final del juicio. Eso fue lo que pasó con Brandon".
Volviendo al presente, Fernando se prepara para acompañar el juicio por Maximiliano, que comienza este martes. Su pedido es claro: que la gente se acerque, que pregunte, que escuche. "Que se interioricen en lo que nos pasa y por qué. Porque no están ajenos, más si viven en un barrio. Con la policía que tenemos, y los derechos que les han vuelto a dar, la situación es peor".
Cuenta ejemplos concretos: "Acá nomás, por Boulevard Seguí y Rouillón, paran los colectivos, hacen bajar a los pasajeros, y si hay pibes sin documentos, se los llevan detenidos. En los barrios no podés andar ni en bicicleta, te paran, te cargan la bici en la camioneta y te la llevan a la comisaría para hacerte averiguación de antecedentes. Están prohibiendo la circulación de los ciudadanos a pie. Pero solo en los barrios".
"Y es a cualquier hora", agrega. "No hay horario. Es un patrón que se repite". Por eso insiste en desarmar prejuicios: "No somos los loquitos que cortan calles, que no trabajan. Yo trabajo muchas horas al día, y aun así me hago lugar para acompañar a familiares, para estar en los momentos donde se necesita estar".
Fernando cuenta que participó activamente en la Multisectorial contra la Violencia Institucional de Rosario, aunque luego se alejó para poder acompañar a otros familiares, por una cuestión de tiempos. Hoy continúa articulando con otros espacios. Lo acompañan Julieta Riquelme, hermana de Jonathan Herrera; Cintia Villar, de Pañuelos en Rebeldía; Eduardo Orellano, papá de Bocacha; y organizaciones como ATE y AMSAFE. Están organizando la convocatoria para el juicio de Maxi, pero también buscando visibilizar que estos casos no son aislados. "Sucede en los barrios, sucede en la ciudad, en todo el país. No estamos ajenos. Los que tenemos hijos adolescentes lo sabemos".
Fernando hace una confesión que atraviesa a muchas familias: "Tengo dos hijos adolescentes. Me da miedo cuando salen, pero no porque les vayan a robar o hacer daño... me da miedo que pase algo parecido. Que no vuelvan". Por eso dice algo que debería alarmar: "Yo a mi hija le aconsejo que, si tiene un problema, no se acerque a un policía. Que busque otra chica, un muchacho, a alguien... pero no a un policía. Porque hoy, la policía no da seguridad".
A pesar de los eslóganes oficiales que dicen lo contrario —las campañas que prometen presencia policial y más luces azules—, Fernando es categórico: "La seguridad no te la da la policía. Falta mucho en materia de seguridad real, y en especial para que esto que pasó con Maxi, con Brandon, con tantos otros, no vuelva a suceder".
La policía y una formación que falla desde la base
Para Luisa, no hay dudas: lo que falta es formación. "La policía tiene que tener una buena formación para poder servir al ciudadano", dice con claridad. Y lamenta profundamente que hoy tenga que aconsejar a sus nietos que no se acerquen a un policía si tienen un problema. "Es tristísimo tener que decir eso. Pero es así".
Apunta al sesgo de clase y racismo estructural que atraviesa los operativos cotidianos: "Estigmatizan a los chicos de los barrios por usar gorrita, por tener ropa deportiva o simplemente por el color de piel. Antes éramos los negros, ahora somos los marrones. Bendita sea mi piel marrón", afirma con firmeza.
Luisa no suele hablar de política partidaria, pero dice no poder callar cuando el presidente de la Nación utiliza el insulto como modo de expresión. "Nos llama parásitos mentales, simios… cosas irreproducibles. Me da vergüenza ajena. Porque un presidente representa a todos los argentinos. No importa el color político. Si el presidente insulta, ¿qué podemos esperar de la sociedad?".
Y sigue: "Después aparecen frases como 'lágrima de zurdo', y la gente repite. Pero esto no se trata de ser zurdo o de izquierda o derecha. Esto le puede pasar a cualquiera. Yo no eduqué a mis hijos así. A pesar de que muchos dicen: 'le pasó porque es negro de la villa', 'porque es pobre', 'porque es marginal'. Y no. Yo les digo a todas las madres y padres: no importa si sos del centro, de clase media, baja o alta. Te puede pasar. No esperes a que te pase para entender. Cuando estés en mis zapatos, hablá conmigo, y te voy a ayudar. Pero no esperes".
Luisa reconoce el acompañamiento de organizaciones sociales y personas que la han apoyado. También menciona que el Estado le ofreció asistencia psicológica a ella y a su familia, pero decidió rechazarla. "No porque no quiera ayuda, sino porque si la policía hubiera estado bien instruida, mi hijo no estaría muerto. No estaría muerto".
Sobre el momento del crimen, recuerda las acusaciones falsas: "Dijeron que mi hijo estaba armado. Que en una mano tenía un arma y en la otra una piedra del tamaño de una bolita de golf. Pensemos: si hubiese tenido un arma, ¿por qué le tiró una piedra?”
Cuestiona el argumento de la policía Antonella Celeste Ortiz, quien dijo haberse sentido aterrorizada. "Si estaba tan aterrorizada, si temía por su vida, ¿por qué disparó? ¿Por qué no actuó como corresponde una policía instruida? Además, ella reconoció haber tirado el tiro, pero dijo que no lo mató. Que justo 'pasó una palomita' y que la bala le dio en la frente a Maximiliano. Siempre hay una excusa".
Fernando agrega con ironía: "Muchas veces las balas rebotan, nomás. No son apuntadas a la cabeza. Siempre el error es del muerto. Si el muerto no se hubiera corrido, la bala no le habría llegado. Como en las películas de Matrix: rebotan en el piso y se incrustan en la cabeza de las personas".
El lugar dónde ocurrió todo, en Nuevo Alberdi, en el Norte de Rosario
Luisa vuelve al momento del disparo. La versión oficial dice que el tiro fue dirigido a los pies, pero la herida fue en la frente. Ella misma alza la voz con incredulidad: "Por favor, que alguien me explique, un especialista. ¿Cómo puede ser que un disparo dirigido a los pies termine en medio de los ojos? Porque yo levanté a mi hijo. Cuando llegó la ambulancia, el chofer estaba aterrorizado de lo que vio. Yo ayudé al otro enfermero a levantarlo. Cayó el plomo, vi todo. Muchos me criticaron porque dicen que fui fría, que cómo pude hablar en la tele en ese momento. Pero no sé. Uno reacciona como puede".
Luisa necesitó hablar, salir a defender la memoria de su hijo cuando los rumores y las versiones malintencionadas empezaban a circular. "Yo todavía no hice el duelo. No lloro, o lloro muy poco. Soy muy dura conmigo misma. Y en una parte me siento culpable".
Esa culpa viene de una conversación que tuvo con Maximiliano poco tiempo antes. Él le pidió que dejara de controlarlo tanto, que ya era un hombre. Tenía 33 años. Luisa, como toda madre, accedió con dificultad. "Llegamos a un acuerdo: que no iba a estar tan encima. Pero a veces pienso... si yo hubiese estado detrás de él ese día... Tal vez hubiese sido igual, tal vez nos mataban a los dos. Porque yo estaba decidida a hacer cualquier cosa".
La culpa, lo sabe, no le pertenece. Pero pesa igual. "Siempre fui así con todos mis hijos. Y ahora muchos me dicen: '¿Vos no tenés miedo?' ¿Miedo a qué? Si el miedo más grande que tenía ya me pasó. Me mataron un hijo".
Y ahí aparece otra herida profunda: la confianza rota. "Yo siempre les enseñé a mis hijos que a la policía se la respeta, que si tienen un problema vayan a la comisaría. Me equivoqué. Me arrepiento. Hoy no les diría eso".
Luisa recuerda que Maximiliano cumpliría 37 años este 19 de octubre. Nació en 1988, un Día de la Madre. "Y este año, su cumpleaños vuelve a caer justo el Día de la Madre. Mirá vos".
La charla cierra con una convocatoria clara. El juicio por la muerte de Maximiliano comienza este martes, y desde las 7 de la mañana familiares, organizaciones y vecinos estarán presentes en el Centro de Justicia Penal. Fernando invita a todos a acercarse, a escuchar, a preguntar. A dejar de mirar de lejos: "La gente de a pie también tiene que saber. Esto nos puede pasar a todos".
También adelantan que se viene una nueva Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil, el próximo 28 de agosto. Aún no está definido si se realizará ese mismo día o el fin de semana más próximo, pero la organización ya está en marcha.
Agradecen el espacio. Agradecen poder hablar sin ser interrumpidos, sin ser editados, sin ser recortados. Agradecen que alguien escuche, sin apurar ni maquillar la verdad.
Luisa, mamá de Maximiliano, dice lo que lleva en el corazón: "Que haya justicia. No solo por mi hijo, por todos los casos que todavía no tienen resolución".
Y entonces, antes de apagar el micrófono, antes de salir del estudio, queda flotando esa frase que duele y despierta: "Los pibes no son peligrosos. Los pibes están en peligro".
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