sábado, 3 de octubre de 2009

La Ley y la palabra

Por: Jorge Huergo*
El proyecto oficial de Ley de Comunicación (aunque su nombre es otro) en varios sentidos patea el tablero de la comunicación, pero también el de las políticas culturales en Argentina. En especial, porque revoluciona el campo de la palabra.
A mi juicio, hay cuatro aspectos centrales de la Ley que contribuyen a revolucionar el campo de la palabra: la des-monopolización de la palabra (y la imagen), la democratización de la palabra, el quiebre de una prolongada des-politización de la esfera pública y el impulso de unas políticas culturales otras.

La desmonopolización de la palabra
El proyecto de Ley quiebra la concentración mediática, los monopolios y los oligopolios de la comunicación. La Ley desmantela el monopolio de la palabra y de la imagen a partir de la desconcentración de la propiedad de los medios. De hecho, esto garantiza el derecho a la información en condiciones de diversidad, así como la libre expresión. Instaura el derecho a recibir, a difundir y a investigar la información y las opiniones, sobre la base de diferentes tratados de Derechos Humanos que reconoce la Ley. Esto quiere decir que nos pone en situación de sujetos autónomos, no ya de sujetos cautivos.
Por otra parte, la Ley quiebra los circuitos diferenciados (la desigualdad y la consecuente segmentación social) en la producción, distribución, circulación y recepción de información y comunicación. Con la situación legal anterior, el Estado sólo podía dar servicios en áreas no rentables para los sectores privados. En la nueva Ley, el Estado puede brindar servicios a través de frecuencias asignadas, con objetivos democráticos y con participación y control comunitario y social. Esto desplaza al Estado de un lugar subsidiario, a un lugar de productor de situaciones de igualación y compensación; un actor que incide en el quiebre de la segmentación social de la comunicación.
De hecho, la Ley va a demandar la des-mercantilización de las comunicaciones. Por una parte, regularizando a los medios comunitarios o medios de propiedad social. Cabe recordar, además, que con esta Ley el 33% del espectro es para las antes llamadas “asociaciones libres del pueblo” (organizaciones sociales, sociedades locales, mutuales, etc.). Por otra parte, en la situación legal anterior, si bien las restricciones estaban basadas en las necesidades de la Seguridad Nacional (sometiendo la “libertad de expresión” a la Doctrina de la Seguridad Nacional), en los hechos y en el uso estaban basadas en el carácter predominantemente comercial de los medios de comunicación. Además, la titularidad de las licencias estaba condicionada por la riqueza y el patrimonio, mientras que esta Ley somete dicha titularidad a criterios de idoneidad y trayectoria. Lo que substrae a la palabra de su mercantilización y la ubica en un campo social poblado de voces, imágenes y acciones múltiples.
El pedagogo brasileño Paulo Freire decía que: “La existencia, en tanto humana, no puede ser muda, silenciosa, ni tampoco nutrirse de falsas palabras sino de palabras verdaderas con las cuales los hombres transforman el mundo”. Nuestro ecosistema comunicacional ha sido asediado y depredado por las falsas palabras del mercado y de los intereses políticos que sostiene. La Ley hace posible quebrar esta lógica y consagrar el campo para pronunciar las palabras verdaderas, esas que se relacionan con la transformación del mundo de la vida. Esas palabras que pronuncian diversas identidades y formas de organización, diferentes estrategias para vivir mejor, luchas por el reconocimiento social y para garantizar los derechos de todas y todos.

La democratización de la palabra
La Ley establece la democratización de las tecnologías y la comunicación. Pero da un paso más: no sólo se trata de la propiedad y acceso social a los aparatos o soportes técnicos; también se trata de la democratización de la alfabetización audiovisual. Sienta las bases de un nuevo mapa político cultural. El Estado toma la iniciativa fuerte de generar políticas culturales, no dejándolas en las manos del mercado. Y esas políticas culturales vinculan a la educación y la cultura con la comunicación y la información.
La Ley incluye estrategias de educación masiva, de programas educativos mediados por tecnologías y medios o de difusión de contenidos educativos. Pero la democratización político-cultural no sólo se restringe al acceso o al uso de diversos materiales y soportes educativos. También avanza en la democratización de la producción, de la distribución y de la recepción de voces, imágenes, ideas, identidades, búsquedas, formas de organización. En este sentido, sienta las bases para anudar las nuevas formas de la educación popular con el amplio, complejo y rico ecosistema de la comunicación. En todas sus formas, esto implica el achicamiento de la brecha comunicacional y la incidencia que eso tiene en procesos que marchen hacia situaciones de igualdad educativa. Pero además implica una situación novedosa: la cultura mediática y la tecnicidad (como esas transformaciones producidas en las culturas cotidianas, en las subjetividades y en las formas de percepción, en virtud de los medios y tecnologías) no quedarán casi exclusivamente configuradas por el mercado, lo que abre a una situación y una forma imprevisibles.
Un tópico importante de la Ley es el referido a la niñez y la adolescencia. No sólo se piensa “para” ellos. Se propone la elaboración de un Programa de Recepción Crítica (destinado a docentes, niños, adolescentes) y la creación de un Consejo Asesor del Audiovisual y la Niñez, con representación de niños y adolescentes. (El primero es un Programa sobre el que tenemos algunos reparos, sobre todo a partir de la duda sobre si será un programa regido por la lógica de la racionalización y de la escolarización, y no por las lógicas de la “razón sensible” hecha de experiencia, de juego, de imaginación, de sueños). Sin embargo, ambas estrategias permiten promover la creación de redes de niños y adolescentes. La política cultural se piensa “con” ellos, que han sido asediados y estereotipados (incluso puestos en producciones plagadas de eufemismos –y a veces no tanto– pornográficos que nada tienen que ver con sus identidades) y que ahora son considerados según sus propias características. La Ley permite revivir aquella máxima del pedagogo cordobés Saúl Taborda: considerar y reconocer al niño como niño y al joven como joven, y no como adultos en potencia.
El reconocimiento de la “sociedad de la información y la comunicación” no queda atrapado en la imagen omnipresente de la globalización neoliberal, sino que significa en la Ley el espacio complejo donde se expresan múltiples y diferentes voces y visiones del mundo. De modo que aporta a considerar a la sociedad de la comunicación como el nuevo nombre del espacio público y –en todo caso– de la polis, ese espacio de la política centrado en la palabra.

El quiebre de la prolongada despolitización de la esfera pública
Aristóteles decía en su libro La política que la razón por la que el hombre es un ser político es que posee la palabra. La palabra sirve para interpretar las experiencias y el mundo, para pronunciarlas; pero también para hacerlas posibles, o para constreñirlas. La palabra manifiesta posiciones, visiones, valores, y lo hace bajo la forma de una lucha no violenta, una disputa, una discusión sobre el mundo común. Si no hubiese expresión de la palabra, no habría política. Incluso cuando el monopolio de la palabra haya inscripto sus marcas en los cuerpos, en especial de los sectores que el mercado comunicacional nombró como peligrosos e insignificantes. Esas biopolíticas mediáticas suponían el silenciamiento de una multiplicidad de palabras otras
Venimos de vivir un tiempo prolongado de monopolización de la palabra, de mercantilización de su expresión. Un tiempo prolongado donde esa situación se articulaba con formas de des-politización de la esfera pública, debido a las restricciones y la ausencia de múltiples palabras y voces. El mercado comunicacional actuó como un dios que –como en el mito de la torre de Babel– castiga al pueblo por un pecado: pronunciar distintas palabras con la sonoridad de voces diferentes. Ese mercado fue la prolongación, a su vez, de la divinización de la Seguridad Nacional de la dictadura.
Aristóteles decía que el que no puede vivir en una sociedad política es un dios o una bestia. El dilatado tiempo de mercantilización y despolitización llevó a la consagración de ciertos “dioses” que tenían la propiedad de las riquezas y las palabras, y nos imponían sus visiones del mundo. Concentraciones mediáticas y periodistas “tenderos” o mercachifles que contribuyeron a que muchos fuéramos relegados al lugar de las bestias: sin la posibilidad de pronunciar nuestras palabras y visiones del mundo a través de los medios; confinados a sólo irrumpir en el espacio público con formas que tenían que aparecer en los medios para poder existir en la sociedad política, pero que inmediatamente eran descalificadas por los buenos ciudadanos mediáticos.
El filósofo italiano Giorgio Agamben afirma que “El interrumpirse de la palabra es el paso hacia atrás en el camino del pensamiento”. Con la Ley, asistimos a esa zona de desplazamiento de la interrupción a la irrupción de la palabra; y esa irrupción hace posible reabrir el camino del pensamiento. La concentración mercantilizada de la palabra, cuya contracara fue la ausencia pública de otras palabras y otras voces, ha contribuido a hacer árido el pensamiento propio. La Ley, al instalar la posibilidad de la expresión de la palabra, es parte de una política-cultural pública que avala la recreación del pensamiento propio: nacional, popular y latinoamericano.
Sin embargo, nos preocupa uno de los caminos posibles: el simulacro de la expresión de la palabra que representan tanto el modelo comunitario de Estado (de Álvaro Uribe, que uno sospecha que puede ser proyecto de algunos de los neo-políticos de la nueva derecha argentina) como la cartelización de la socialidad. En ambos se coopta y se simula la expresión de la palabra. Los consejos comunitarios de Uribe (como formas de participación en nuevo juego social entre demanda y gestión) instalan la nueva posibilidad de ausencia de la palabra, como así también las formas de vaciamiento político de la sociedad democrática. Y lo hacen cooptando modalidades que son propias de la educación popular y de la comunicación popular.
Otro grave peligro es el de la cartelización de la socialidad y la palabra, que ha llevado a que muchos adolescentes y jóvenes intercambien no ya palabras o imágenes de sí mismos, sus lazos y sensibilidades, sus formas de pensar y soñar, sino sus propios pellejos, sus vidas, como si fueran insignificantes, pero nuevas formas descarnadas de la mercancía. La esfera pública se les ha cerrado a esos jóvenes, dominada por el discurso del mercado de la seguridad y por las formas de gestión del miedo. Es la irrupción de lo siniestro, como lo afirman Cristian Alarcón y Rossana Reguillo. Las vidas de esos jóvenes son consideradas desechables; ellas y ellos son considerados por los buenos ciudadanos como anómalos, prescindibles, carentes de sentido; son sólo objetos de pánico moral (en gran medida construidos por los relatos y las imágenes de los medios) y una amenaza pública. La Ley nos permite y nos avala a trabajar en otro sentido: el de la apuesta a que los niños, los adolescentes y los jóvenes puedan decir su palabra; puedan contar sus vidas, construirlas al narrarlas, narrar sus sueños, sus dolores, sus luchas; y, en ese pronunciamiento, puedan contarse con su propia voz y su propia imagen, para hacer posible el reconocimiento mutuo.

El impulso de unas políticas culturales otras
La Ley instituye un campo para pronunciar la palabra. Pero este debe ser un objeto de lucha colectiva, para no dejarlo en manos de nuevos intentos del negociado que implica el acallamiento de la palabra del pueblo. La Ley instala una política cultural dialógica en los dos sentidos del diálogo: como reconocimiento de que la cultura es una urdimbre de palabras y de voces, de identidades y visiones del mundo, y como larga construcción de lo político y de la sociedad política, más igualitaria y justa.
De este modo, la Ley permite el desplazamiento de unas políticas culturales centradas en el multiconsumo y en los consensos forzosos, hacia unas políticas culturales basadas en las diferencias culturales que se tejen y se expresan en nuestra sociedad. En las primeras, el mercado posee un papel definitorio en la construcción de “la” cultura dominante. El sujeto es un consumidor, un usuario, un cliente; autónomo, pero en un sentido individual. Las irrupciones o los conflictos producidos por las minorías o los diferentes se deben (en esta perspectiva) a la persistencia de intereses desordenados socialmente, que terminan siendo peligrosos y objetos de distintos grados de pánico moral. En las segundas, en cambio, se admite el conflicto, que no es acallado o disimulado por el consenso, provenga del mercado o de las políticas oficiales que lo sostengan. Aquí se admiten las narrativas que buscan contar las diferencias y, en todo caso, cómo ellas han sido fraguadas en procesos históricos de desigualdad (que la hegemonía ha soslayado, disfrazado o ignorado). El sujeto, como en nuestros antecesores latinoamericanos (Simón Rodríguez, Artigas, Bolívar, Mariátegui, etc.), es colectivo: es el pueblo, lo que no implica que el pueblo sea un sujeto acabado, monolítico o cristalizado, sino que está configurado por diferencias, atravesado por conflictos y por procesos de búsqueda y de lucha, histórica y culturalmente situados.
La Ley promueve unas políticas culturales que apuntan a la resignificación de la sociedad política, sobre la base del reconocimiento de las diferencias culturales. Esa sociedad política se nos hará posible en la medida en que sean posibles las luchas por vivir y expresarse en este mundo compartido. Se nos hará posible en la medida en que se produzcan cada vez más escenas y procesos de reconocimiento mutuo y de sentido de pertenencia a esta sociedad. Quien es expulsado o es insignificante para los buenos ciudadanos del mercado comunicacional, nunca podría experimentar el sentido de pertenencia social debido a la imposibilidad de ser reconocido. La Ley abre el camino de ese reconocimiento. Podemos volver a soñar lo imposible; o, como decía Rodolfo Walsh: “Hay que empezar a pensar cómo se pueden romper las ataduras del sistema”. La Ley rompe ataduras, nos coloca en un camino de esperanza, pero también en el desafío de seguir luchando por otro mundo posible.

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de La Plata. Profesor en diversas maestrías y posgrados en América Latina. Educador Popular.

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