viernes, 4 de septiembre de 2009

Hecha la ley

Ayer a las 11.36 –o quizás unos minutos antes– me terminó de impresionar la magnitud que ha tomado el debate de la ley de “Servicios de Comunicación”: como si el problema decisivo de la Argentina actual fuera quién maneja las radios y las televisiones.
Por: Martín Caparrós
Ayer a las 11.36 –o quizás unos minutos antes– me terminó de impresionar la magnitud que ha tomado el debate de la ley de “Servicios de Comunicación”: como si el problema decisivo de la Argentina actual fuera quién maneja las radios y las televisiones. Me dije que era lógico: la ley conmueve los intereses de quienes promueven –o, habitualmente, aplastan– los debates, así que esta vez se lanzaron y lanzaron sus jaurías. Pero enseguida me contesté –estaba teniendo un gran diálogo– que el batifondo también era el resultado de un gobierno que cree, como ninguno que yo haya conocido, en los medios de comunicación. Que cree en ellos como otros –y ellos mismos– creen en la fuerza de un dios, las armas, el dinero.
Al principio tanta creencia resultaba casi halagadora: recuerdo por ejemplo cuando ministros llamaban por teléfono a los periodistas de aquel programa de televisión porque no les gustaba lo que habían dicho en el bloque anterior y querían discutirlo. Los periodistas –algunos más que otros– siempre hemos tenido una rara posición frente a los políticos en el poder: decimos que los despreciamos pero nos gusta mucho que nos tomen en cuenta y, de algún modo secreto y culposo, solemos envidiarlos. Así que esos llamados eran un buen masaje para el ego. Hasta que, pasada la novedad, se hicieron irritantes: ¿y si dejaran de preocuparse por lo que que diga cada quien? ¿Y si, en lugar de mirar la tele, gobernaran?
Eran, es cierto, episodios casi amables. Después vinieron las presiones más torpes sobre ciertos medios, el manejo de la pauta oficial, el uso de las ondas del Estado para propaganda del gobierno, la reticencia a cualquier diálogo presidencial con los periodistas –pero yo seguía diciendo que les agradecía que creyeran tanto en el poder del cuarto poder: que su pasión me daba ánimos.
Hasta que, no hace mucho –los periodistas somos lentos– empecé a sospechar que esa actitud era coherente con la forma en que el matrimonio K se planta ante la realidad: como si creyera que con hablar alcanza. Quiero decir: no es extraño que se preocupen tanto por los medios quienes creen en la palabra más que en la vida misma, quienes creen que alcanza con decir que no hay inflación para que no haya inflación, con decir que hay muchos menos pobres para que haya muchos menos, con decir que recuerdan a los desaparecidos para que una política de concentración capitalista se vuelva un proceso igualitario. Los Kirchner confían tanto en la potencia del discurso que, lógicamente, necesitan y temen a las grandes usinas de discurso. Así que, en esta etapa de la revolución, el enemigo principal es cierta prensa –mientras los chicos pasan hambre y frío y las empresas echan trabajadores. Aunque el fútbol, es cierto, ya es de todos.
Así fue cómo la discusión sobre la nueva Ley de Servicios de Comunicación se volvió el tema del momento; ya la semana pasada foristas de criticadigital me reprochaban que no escribiera sobre él. Yo también me lo reproché: debería tener una opinión sobre el asunto –porque parece que ahora mi trabajo consiste en tener una sobre cada asunto e, incluso, escribirla. Pero no tengo una opinión sobre la ley y su debate; tengo muchas.
Para empezar, opino que los grandes medios tipo Clarín y La Nación, que ahora lloran desconsolados por la terrible amenaza del Estado a la libertad de expresión, se preocupan muy poco por esa libertad y esa expresión todos los días, cuando deciden qué informaciones publican o no publican en función de sus negocios o sus alianzas políticas o sus pautas morales o sus pautas publicitarias. Y no veo en esta ley nada que perturbe la libertad de expresión más que lo que ya la perturban las maniobras habituales del gobierno. Y, ciertamente, mucho menos que lo que la perturba el avance de las corporaciones que definen cada vez más qué se dice y qué no.
También opino que los grandes medios tipo Clarín y La Nación, que ahora lloran desconsolados por la terrible intromisión del Estado en sus comercios, nunca se quejaron en los treinta años en que el Estado les proveyó, a través de Papel Prensa, papel a precios infinitamente más baratos que los que pagan sus competidores.
Opino, además, que los medios del grupo Clarín le han hecho un daño ¿irreparable? a la cultura argentina media, la han rebajado, la han reblandecido, la han limado, la van empujando poco a poco hacia el punto en que imaginaron que estaba: la mente de un chico incapaz de leer, de pensar, de cuestionar.
Y opino que los canales de televisión privada han seguido con gran éxito ese mismo camino –y nos toman por idiotas redomados, sólo capaces de consumir idioteces redomadas para idiotas redomados. (¿No es sabroso “idiotas redomados”?)
Entonces opino que me gusta la idea de que el Estado maneje un tercio de las radios y televisoras, porque los medios privados sólo quieren hacer plata y suponen que para hacerla tienen que ser cada vez más redomados y tratarnos cada vez más redomados, así que le queda al Estado el papel de hacer algo diferente. Y opino que Canal 7 y el canal Encuentro son tentativas interesantes en ese sentido.
Pero opino que, aún en ellos, una vez más, el gobierno se ha entregado con fervor y delicia a la costumbre argentina de usar los medios del Estado como si fueran del partido gobernante, y que si la nueva ley no toma recaudos decisivos contra eso va a ser un mamarracho. Por eso la discusión encarnizada sobre cómo se va a conformar el “órgano de control” –que, en el proyecto actual, tiene mayoría automática del Ejecutivo, igual que el nuevo cuerpo director de los medios públicos, o sea que no va a controlar nada de nada. Lo cual se reafirma con la ausencia de una definición sobre cómo se debe repartir la pauta oficial para que deje de ser un sistema de premios y castigos y amenazas.
Y opino que la idea de que las entidades no gubernamentales ni comerciales –universidades, asociaciones, cooperativas, ¿iglesias?– dispongan de un tercio de los medios electrónicos puede dar resultados interesantes. O no, pero que el principio es bueno y que ciertamente vale la pena intentarlo.
Y, al mismo tiempo, opino que el gobierno ya mostró demasiado cómo trata de aprovechar reivindicaciones que muchos consideramos justas –jubilación pública, recuperación de aerolíneas, subida de ciertos impuestos– para su beneficio político o económico. Y que eso justifica la sospecha de que, en este caso, pueda pasar algo parecido: que aprovechen el eventual desmembramiento de los grandes grupos mediáticos para quedarse con sus partes, que traten de controlar medios de las organizaciones civiles, que sigan usando los medios públicos como si fueran propios. Y que han precipitado la sanción de esta ley –tras seis años de desinterés– justo en el momento en que su legitimidad política vacila y el Congreso no es el que debería.
Y opino que la discusión está dada, por supuesto, con la mejor mala fe de cada cual: cuando los opositores dicen, por ejemplo, que las revisiones cada dos años comprometen la libertad de las empresas –aunque saben que son revisiones técnicas de las emisoras. O cuando el gobierno dice, por ejemplo, que se interesa por la libertad de prensa y la pluralidad de voces tras haber concentrado y controlado, en su provincia, la circulación de las noticias –e intentado, después, la aplicación del modelo a escala nacional.
Pero opino –es una obviedad– que, en medio de toda la hojarasca discursiva, lo que en realidad importa es esa parte de la ley que dice que los operadores de cable no pueden tener canales de televisión abierta ni más de un canal de cable y que no pueden tener cables que lleguen a más de un tercio de la población y que no pueden tener más de diez radios y televisoras: lo que se debate en realidad es la desconcentración que la ley debería producir, desarmando los tres o cuatro oligopolios que controlan el mercado mediático argentino y, sobre todo, el desmembramiento del Gran Grupo.
Aunque opino que las razones por las que Kirchner ahora decidió desarmar el imperio Clarín son más que oscuras: que durante años lo favoreciese y ahora quiera cargárselo es perfectamente sospechoso, la típica pelea de barras bravas. A menos que, de pronto, haya visto la luz libertadora. O que la base de todo esté en la vía libre para que las telefónicas tengan radios y televisoras: la posibilidad de armar oligopolios todavía más monstruitos pero amigos.
Y, para terminar, opino que una ley que va a romper las grandes corporaciones mediáticas tendrá consecuencias favorables para todos. Yo creo en el cambio en general –porque veo muy pocas cosas que no lo merezcan–, y en el cambio de la estructura de medios argentinos en particular –porque son una desgracia. No me gusta del todo cómo se hace éste, pero me parece que es bueno patear hormiguero tan nocivo. Estoy convencido –opino– de que lo que salga no puede ser peor que lo que hay. Aunque la realidad, a veces, se empeñe en desmentir mis optimismos.

Fuente: Crítica de la Argentina

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