martes, 2 de junio de 2009

La sublevación de los rosarinos

Por: Tomás Eloy Martínez*
Las grandes historias empiezan como las pequeñas: por un incidente sin importancia. El viernes 16, al enterarse de la muerte del correntino Juan José Cabral, los estudiantes de Rosario organizaron actos de repudio. El rector había suspendido las clases. El único punto de reunión posible para los manifestantes era el comedor estudiantil. A las 12 menos cuarto del sábado 17, cinco reuniones relámpago se sucedieron en otras tantas esquinas, sin la menor intervención policial. A las 12 y diez, sus participantes se recluyeron en el comedor y tramaron una marcha colectiva. (...) Los sábados al mediodía, la calIe Córdoba es el paseo obligado de los rosarinos: los cafés están repletos, los caminantes se apiñan junto a las vidrieras. En medio de esa atmósfera, los muchachos no desentonaban. Fue entonces cuando un patrullero surcó Ia calIe con las puertas abiertas.
Los ocupantes disparaban sus Colt 45 hacia las cornisas. Eran las 12 y veinte. Tres agentes bajaron del patrullero con las armas en las manos. Detrás, marchaban Adolfo BagIi, comisario de la seccional 3ª, y el oficial inspector Juan Agustín Lescano. (...) En una de esas escaramuzas, Lescano y Adolfo Ramón Bello, de 22 años, alumno de Ciencias Económicas, se encontraron frente a frente. Lescano descerrajó un balazo en la frente de Bello; el plomo salió por la nuca.
El juez Domingo Rodríguez Meleandi no conseguía interrogar al oficial Lescano: la Policía pretextó que estaba internado, “con conmoción cerebral y múltiples lesiones”. EI juez insistió hasta que logró ver al matador. Estaba ileso. En la filial de la CGT, el movimiento era incesante. EI Comite de Lucha estudiantil concertó con los líderes sindicales una marcha para el miércoles 21, y un paro general el viernes. El lunes 19, los rosarinos habían logrado unir, de un modo casi mágico, sus potencias dispersas: un plenario de la CGT, presidido por Héctor Quagliaro, aprobó por unanimidad la huelga; la Universidad Católica adhirió al duelo por Bello; los tres diarios rosarinos instaron a la población a participar de la marcha.
El gobernador Eladio Vázquez dio la orden de frenarlo a toda costa, obedeciendo quizás las instrucciones del ministro Guillermo Borda. El martes, la ciudad amaneció empapelada con afiches pegados con durex que invitaban al pueblo a sumarse a la protesta. Quagliaro declaraba: “La CGT se puso al servicio de los estudiantes. La lucha en común tiene todas las posibilidades de triunfar. Si a eso se agrega la unión sindical, aunque sólo sea para esta acción, iremos hacia adelante. Todos los rosarinos están disconformes con el gobierno”.
El jefe de la Policía, teniente coronel jubilado Raul Monner Ruiz, retiró al personal de las calles y confió en la eficacia de pequeñas patrullas. Supuso que habría sólo 500 personas en la marcha del miércoles a las seis: pensó que 1.800 agentes bastarían para disolver las manifestaciones. A las cuatro, las tropas policiales ocupaban esquinas estratégicas y un cordón de fuerza a lo largo de la calle Córdoba –elegida para el acto–, para dividir allí a las columnas, impidiéndoles reunificarse. El Comité de Lucha colmó las calles de transeúntes que paseaban con aire distraído, en grupos de dos o tres personas. A las seis en punto de la tarde, un centenar de manifestantes se concentraron en Córdoba y Maipú, gritando contra los agentes. Apenas cargó la tropa, se sentaron en medio de la calle, en hilera, ganando terreno hacia la plaza 25 de Mayo. Doscientos agentes rodearon la cuadra donde los estudiantes esperaban, en cuclillas, sin moverse.
La Policía concedió medio minuto para dispersarse. Era un plazo imposible pero Monner Ruiz desató la represión. Durante dos horas, diez mil personas (esos paseantes distraídos) se reunieron, se disgregaron, volvieron a reunirse, hostigando a las tropas aquí y allá, ágiles como un coro de relámpagos. Los habitantes de Rosario empezaban a divertirse. Se veía a damas de sesenta años regalar botellas de nafta y a chiquillos gritar “¡Asesinos!” desde las azoteas, cada vez que divisaban a un policía. Hacia las diez de la noche, ninguno de los 1.800 hombres de Monner Ruiz se atrevía a alejarse de su centro de operaciones.
A las once de la noche, los estudiantes asaltaron el edificio de Radio Belgrano, como respuesta a la muerte de Luis Norberto Blanco, estudiante secundario de 15 años y operario metalúrgico. Blanco y dos de sus amigos se acercaron al epicentro de la batalIa a las 8 y media de la noche. Participó de algunas corridas y cuando se dispersaba hacia la calle Corrientes fue alcanzado por un balazo a mansalva, en plena espalda, que le salió par el pecho. Era impredecible lo que podía suceder con el paro general decretado para el viernes 23. El aire amaneció emponzoñado ese día, inmóvil, silencioso como nunca: sin taxis; pocos ómnibus con más custodia que pasajeros; kioscos que abrieron a las 8 y cerraron media hora después; escasísimos trenes.
En el restaurante del hotel Riviera –el más frecuentado de Rosario– tuvo que apelarse al pan recalentado para el desayuno y el almuerzo. Y, sin embargo, más de seis mil personas, llegadas a pie desde las cuatro orillas de la ciudad, se congregaron en el lejano cementerio de La Piedad, donde fue enterrado Luis Norberto Blanco. Terminaba una historia, pero tal vez empezaba otra.

*publicada en la revista Primera Plana el 27 de mayo de 1969.

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